domingo, 28 de diciembre de 2008

Fantasía fotográfica




Otra tarde de sábado otoñal, triste, melancólica, quizás depresiva. La “Fantasía para un Gentilhombre” era un complemento idóneo para contemplar a través de la ventana los tonos grisáceos de un cielo inestable, los trazos difuminados de un paisaje en la acuarela de la pared, o esa fotografía que, aunque pequeña en tamaño, obtiene la panorámica y profundidad de un mirador.
No acabo de comprender la fascinación por ese rectángulo en blanco y negro, bastante manoseado y con pequeños dobleces, que me ha movido a colgarlo de la pared entre dibujos, retratos familiares y una guitarra.
Esa fotografía, esa calle... Una simple calle de aceras a derecha e izquierda, encintadas en bloques de granito que, con gran dificultad, guardan paralelismo entre ellas. Una calle de mi ciudad en los años cincuenta con calzada de canto rodado brillante de humedad nocturna.
Un deseo irrefrenable me empuja a recorrerla, a buscar las sensaciones del ayer, hoy; un paseo detenido en el tiempo, una fantasía de aquella realidad.
Y así, mi indiscreta presencia, hace que se cierre sigilosamente una de las hojas de la gran puerta del viejo palacio, delatada por el chirriar de sus goznes desgastados; perdido su linaje, se ha convertido en caserón de vecindad con orgullosa balconada de hierro corroído y escudo desgastado por la historia invernal de nieblas y heladas; fachada calzada de piedra de cantería y revoque ajado que descubre vigas, tapial y adobe. Un pequeño ventanuco con discreción de visillo apolillado y cuarterón, que a duras penas permite traspasar la débil iluminación de la estancia.
Enfrente, modesta, y como mujer embarazada por lo irregular de sus paredes cansadas del tiempo y los deficientes materiales, una casa con dos ventanas enrejadas y un pequeño portal en el que se amontonan urces, carbón y el trasiego bullicioso de chiquillos; y en la planta superior, un balcón adornado de geranios desnudos y un pequeño tendal de ropa infantil olvidada. Olor a refrito, a sopas de ajo con unto.
Como puente entre las dos construcciones, un endeble cable soporta un platillo de porcelana -ocasional diana de la rapacería- que a penas dispersa la luz tenue de una bombilla parpadeante por el movimiento descompasado de la brisa fría de la noche.
Una tapia vecina, descarnada por la lluvia y el descuido, permite a las ramas flacas de un castaño centenario asomarse indiscretas y atentas a los movimientos que, al fondo, desembocando en la plaza, mantienen los dos hermanos vinateros, que se afanan con diligencia en descargar tres pellejos de vino y dos cuartillos de orujo de un carro, ausente de caballería y armado con pernillas que mantiene el equilibrio con tentemozos delantero y trasero.
Al otro lado, haciendo esquina y mas cuidada, una casona de aire solariego, cuyo único indicio de vida es el de una moza en el zaguán que con pañuelo a la cabeza y delantal agita con ritmo acompasado de abanico veraniego el despertar de unos trozos de cisco, cuidadosamente colocados en el brasero, que calienten una velada de camilla y solitario. Rezuma a clérigo: canónigo u obispo emigrado. A través de los relucientes cristales de sus ventanas, e iluminado por una lámpara de araña de cuatro brazos se puede contemplar un despacho con gran mesa de nogal tocada de tapete de cuero verde sobre el que ha quedado marcada la peana de un crucifijo de plata; un juego de tinteros con pluma de ave y una Biblia, abierta decorativamente con ilustración seudo gótica, que reposa sobre un atril. El sillón, casi papal, y una estantería de arcos venecianos que recorre toda la habitación repleta de libros encuadernados en diferentes pieles y colores.
Llanto lejano e impaciente de un niño, y un bolero en vaivén de ondas metálicas de una radio.
Actividad y quietud.
Nostalgia presente del pasado e imaginación infinita y creadora sobre lo inerte. Vida.

viernes, 19 de diciembre de 2008

¿Mercado navideño?, ya no.




¿Me acompañas al mercado?, preguntó la Asturianina, mi mujer, y asentí.

Después de una semana dedicado a mi profesión, en mi Banco, entendí que podía disiparme un poco dedicando un día “a la bolsa”.
Hacía mucho tiempo que no me acercaba un sábado, día de bullicio por la venta de productos de huertas rurales cercanas en la Plaza Mayor, a comprar y a ver al paisanaje de los alrededores de León. Y, siendo días previos a la Navidad, la algarabía de compra y venta estaba garantizada. Era apetecible la oferta de acompañamiento.

Pero, efectivamente, los tiempos han cambiado: El paisaje y el paisanaje no son lo mismo.
No estaban Julia, el tío Benito, Asterio o Dolores plantados bajo los soportales, o en medio de la plaza con algún pavo, dos conejos, un pollo, el cesto-maleta de mimbre donde transportaban los huevos entre paja que amortiguara el trajín del viaje, y un serón lleno con unos pocos kilos de garbanzos y alubias de la última cosecha en la Sobarriba.
- ¿Esas patatas?
- Son de huerta de Paradilla,- le contestaron a la Asturianina, - y las escarolas, las lechugas…

Volví a revivir en Villacil a tío Máximo, en la huerta de su casa con el traje de pana oscuro, tocado con la boina que solamente se la quitaba para dormir, y el macho dando vueltas a la noria en un viaje que se acababa cuando los canjilones habían agotado el agua cristalina que iría  regando unos surcos perfectamente alineados con cebollas, pimientos, tomates, berzas… También el ciruelo de claudias, los perales de “ivierno”, algún girasol, el nogal… Aquel Junio de mi niñez, aquella visita dominical a los parientes…

Aún queda algún labriego, pero sin boina, pensé. Una visera que anuncia una marca de gasolina era el tocado del campesino, que le podía liberar más del frío que nos envolvía que del sol que un toldo de plástico impedía que nos calentara.


Y por fin, una berza lombarda pesada aún en romana completó la bolsa de viandas para unas fiestas cercanas y diferentes a tiempos pasados.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Podría ser mi hermano, o yo mismo.




RECUERDO INFANTIL

(Para mi hermano ANDRES)




Por la ojiva que da a la sacristía

repasando la sacra, un monaguillo;
lleva en sus años temple de chiquillo
y un sinfín de esperanzas todavía.

Tiene la tez morena y la alegría
de haber memorizado ya al dedillo
tanto latín impreso en el librillo
de Misa; tanto Amén y letanía.

Lleva por credencial sus limpias manos;
por crédito, sus años de inocencia;
por títulos, alguna correría.

Amén de otras ayudas entre hermanos
supimos compartir tiempo y paciencia,
y algún favor entrambos… Todavía.



(José Luis Martínez Trapiello)

domingo, 7 de diciembre de 2008

Placer inconfesable




Entró en el pequeño estudio de casa y recorrió con la mirada la estantería chapeada en negro y ocupada por una breve biblioteca compuesta de ejemplares de autores clásicos y modernos, de manuales técnicos, de colecciones de fascículos amontonados sin encuadernar, y de una enciclopedia relatora de todas las miserias físicas que pueden ocurrirle al ser humano.
Completaban las baldas algunas fotografías familiares, dos réplicas de dioses de la civilización Maya, el rostro de un viejo con rasgos pronunciados que él mismo había moldeado en cera años atrás, y un equipo de música flanqueado por dos pequeñas torres de discos.
El intenso olor a tabaco en el ambiente le obligó a abrir la pequeña ventana orientada al patio interior de la casa y que solo permitía ver un retazo de cielo teñido de gris, otras ventanas de vecindad, alguna ya iluminada con luz fluorescente por la caída de la tarde, y unos tendales vacíos de ropa por culpa de una débil lluvia impertinente.
Más que sentarse, se recostó en la silla de respaldo alto y extendió sus piernas por debajo de la mesa, que era, una vez más, testigo muda de un estado de ánimo nostálgico, derrotado por batallas sociales perdidas. Seguía intentando encontrar sentido al polvo de sus zapatos por aquellos consejos que, en la adolescencia, le invitaban a pisar tierra, a entender una realidad conformada por reglas, disimulos y engaños.
No entendía por qué, en el tránsito a la pubertad, le reprimían por soñar despierto, por crear fantasías.
Pero ahora estaba rodeado de unos maravillosos locos que llenaron la vida de imaginación en páginas de novelas o de pentagramas para sinfonías.
Manoseó la vieja estilográfica que le había regalado su padre, y un nuevo sentimiento por su ausencia entre los vivos se unió a las sensaciones de inquietud que le bloqueaban la mente. Él, su padre le había descubierto las letras de molde sobre un papel amarillento en la vieja máquina de escribir.
Recorrió con sus dedos los discos, como buscando con el tacto las vibraciones de la música, su fiel amiga: ¿Haendel, Vitoria, Tchaykovski? ¿Flautas, trompas, violines, guitarras…?
Fueron los primeros compases de “Peer Gynt” de Grieg los que le terminaron apartando de la realidad. Sin embargo, todavía un pequeño resquicio de su conciencia le alertó del posible egoísmo al no compartir aquella soledad placentera, la misma soledad que había vivido de estudiante rodeado por doscientos compañeros del internado cuando escuchaban por los altavoces la “Sinfonía del Nuevo Mundo” o “La Pastoral.

Ya eran él y su territorio en aquel pequeño espacio de tiempo, y no le importaba nada de lo que le rodeaba. Empezaba a disfrutar de amaneceres primaverales mirando un cielo que desteñía las sombras de la noche y retornaba a un azul cada vez más intenso; se contagiaba del bullicio y algarabía de unos revoltosos vencejos llegados de quién sabe dónde; descubría prados verdes y relucientes por el rocío de la mañana, y le tentaba quebrar su virginidad recorriéndolo hasta el límite, más allá de unos montes rebosantes de vegetación y de montañas de color grisáceo que se abrían en panorámica hasta el acantilado. Tenía que abrir, por encima del mar apacible, el más allá del horizonte. Quería embarcar sin punto geográfico determinado. Quizás buscar el Norte, más al Norte… ¿Por qué siempre al Norte?
Encontrar su Norte en una aventura y anchura de extensión sin límite: Frescor de estepa, luminosidad de témpanos de hielo y azul intenso de cielo y mar.
Porque el Sur era árido, de tierras planas y extensas, pintadas en ocres y amarillos, solamente salpicadas por un reguero verde de cipreses que marcaban la senda a la ermita en la pequeña cima. Ermita de pequeñas moles de piedra, que habían dado forma picapedreros olvidados, transportadas desde parajes lejanos en carros renqueantes tirados por bueyes. Ermita alejada, pero cercana para la mirada desde aquella era, en una tarde de verano sofocante, con sudor incapaz de regar una tierra apretada y sedienta, y un silencio de siesta agobiado por polvo de gavillas en espera de trilla.
Recostado a la sombra de una caseta de adobe, aguardaba un anochecer que le regalara frescor, sombras de luna y un infinito océano de estrellas.
Sin embargo, aquel sosiego se alteró con un sonido rítmico, que le recordó, cuando en su infancia oía el roce al caminar de las perneras de unos pantalones de pana. Pero era el sonido acompasado de la aguja sobre el disco, que quería buscar nuevos compases que no encontraba, y que acabó despertándole de aquella hipnosis.
Cuarenta minutos, que habían sido una eternidad, en viaje por paisajes y espacios sin barreras, sin fronteras.
Una nueva locura de imaginación, de fantasía y de ensueño.
Volvió a recorrer con sus dedos la torre de discos: Prokofiev, y su “Romeo y Julieta”.
Tomó un folio y desenroscó con esmero la estilográfica de su padre…

viernes, 5 de diciembre de 2008

Mi vieja estilográfica




Esta estilográfica tiene un sabor especial: Entre añejo y sentimental.
Tengo una tendencia inconsciente a juguetear con ella entre mis dedos. Y es tan indiscreta que no tiene reparo en destapar mis emociones y vivencias: Batuta para el romanticismo de Schumann; arado para áridos folios vírgenes; y, sobre todo, regalo y recuerdo nostálgico por la ausencia ya permanente de Padre.
Encaramada en el bolsillo de la chaqueta del periodista, conoció hace muchos años el paisanaje urbano de manteo y teja en clérigos de pequeña parroquia o beneficio de canonjía; se rozó con gentes de boina y blusón, tratantes en ferias inquietas por mugidos; alternó con señoritos de sombrero Chevalier, polainas y pajarita, en paseo dominguero después de misa; y también frecuentó a aldeanos, tocados con sombrero en paño de alas caídas, y ataviados con chaleco de gruesa lana enlutada, mientras buscaban el trueque del producto de la huerta por un pescado a la sal.
Su plumín se mostraba hosco al tener que tachar sobre aquellos ásperos folios algunas decisiones y enredos caciquiles, por la imposición de censores salvadores de un Imperio hacía Dios; se conmovía con letra más irregular por los acontecimientos de un país urbano y rural profundo, en el que la noticia debería haber sido la vida cotidiana de una economía de subsistencia y del analfabetismo de su buena gente.
Esta estilográfica que llenaba, día a día, unos folios amarillentos con una letra ininteligible, que, sin embargo, reflejaban la pequeña y verdadera historia de una pequeña ciudad con bullicioso mercado estival los sábados, con el contraste del negro clerical y la luminosidad rosácea de las piedras de su catedral en las tardes del otoño, o, en invierno, con el caminar apresurado de una sombra sobre los brillos nocturnos del canto rodado que calzan sus calles por la humedad de la niebla.
Era ágil y alegre con el relato por las tradiciones festivas de hisopo religioso, de los pendones llegados de ribera y páramo que desafiaban el viento camino de la ermita, y del almuerzo romero en algún prado todavía con relente.
El capuchón sigue siendo arrogante, orgulloso, quizás hasta se muestra soberbio al lado de bolígrafos y rotuladores con los que no quiere compartir plumier o palillero. Ya no va encaramado en el bolsillo de mi chaqueta y, por el privilegio de su edad y sentimentalismo, busca siempre el centro de la mesa del estudio junto al cartapacio repleto de unos folios más blancos y menos ásperos que los de antaño.
Esta pluma se exhibe como una Eva tentadora cuando me ve aparecer en los fines de semana otoñales, insinuando la sensualidad de su tacto para unas horas que solo transcurren para el reloj de péndulo y carillón en la esquina del salón.
Satisfago sus ansias de vida cuando la zambullo en el tintero; se muestra burlona al manchar mis dedos índice y pulgar, y se estremece si, por sus achaques de vejez, no derrama con fluidez la tinta sobre el papel.
Un domingo más, en hora de crepúsculo, la estilográfica y yo hemos buscado el placer, hemos sentido la necesidad de estar, una vez más, muy unidos y compenetrados escribiendo estas líneas mientras escuchamos el Oratorio de “El Mesías” de Haendel.
Ha querido erigirse en la protagonista, se ha sentido mimosa y ha ido, poco a poco, acurrucándose entre mis manos ante mi embelesamiento por los recuerdos y la ausencia de Padre.
Una puñetera estilográfica que resiste el paso del tiempo.

martes, 2 de diciembre de 2008

Se hace camino al andar...


... y las palabras expresan vida.