El humo se ha escapado desde la cocina y ha invadido toda la casa; llega también a mi refugio –mi estudio- mientras pretendo un período señalado del año en tranquilidad de lectura y música. Huele a dulce, huele a Navidad.
Mi mente no puede establecer un orden en todas las imágenes que van brotando de navidades pasadas; y se mezclan las nostalgias infantiles personales con las horas dedicadas después, en las mismas fechas, a tus hijos pretendiendo darles felicidad en lugar de dejarles ser felices. Y analizas la tremenda diferencia producida entre tu juventud y la tus hijos; el contraste de, posiblemente sin saberlo, antaño transmitir la felicidad sin dinero, y ahora intentar comprarla.
Esos amarguillos y coquitos que se han cocido en el horno de una cocina eléctrica no son iguales que aquellas magdalenas y pastas con grasa de cerdo que se fabricaban en el fogón de la cocina económica, pero mantienen el cariño de su elaboración.
Aquel tren de cuerda que te embelesaba mientras lo mirabas en el escaparate y que te obligaba a paseos y ratos de ilusión mientras mirabas a través del cristal de la tienda, y que sería el juguete primordial en tu carta a la Reyes Magos que sin embargo Sus Majestades siempre olvidaban, hoy lo superan reproducciones móviles con mandos a distancia o maquinitas con mil juegos para uso individual, que aíslan, y un sinfín de monstruos que terminan amontonados en el armario donde están olvidados los de año anterior.
Ya no hay brisca ni filandón porque la “caja tonta”, los mil canales de televisión ya te han sustituido en el envite del “tute subastao”, y la conversación calmada de sobremesa la desplaza una superproducción, que interrumpen con el recuerdo machacón que te incita a más compra, a más gasto, a que “seas más feliz”.
Concluyes que, en este “son otros tiempos”, no eres dichoso porque no sigues el dictado o la rueda establecida, que estás fuera del sistema de comprar la felicidad. Pero no te deprimes: Te pertrechas para el frío, sales a la calle en busca de contracorriente de compras y recorres callejuelas sin luces de neón ni agobios de transeúntes mientras suenan en tus “pinganillos” el “Christmas Oratorio” de Bach.