domingo, 21 de febrero de 2010

No le hacía falta capa pluvial




“Santo Andresín”, me decía Don Julio Llamazares –Abad de la Colegiata-Basílica de San Isidoro- cuando le ayudaba a misa y, una vez concluida, “escurría la vinajeras”; o lo que era lo mismo, ya en la sacristía apuraba de aquella pequeña jarrita de cristal el último sorbo de vino de misa que había sobrado.
También quería hacerme Obispo de Astorga, y mis seis años se llenaban de ilusión al verme como Don Luís Almarcha, el homónimo en aquella época en León.
Porque yo llegaría en otro coche italiano con banderola en el capó y chofer; me vestiría con bonete casi granate, capa, teja con borlas, guantes y zapatos a tono; y un gran anillo que se acercarían a besar las autoridades, los canónigos, la gente del barrio y los rapaces. Y viviría en otro palacio episcopal con curas y monjas que me atenderían; y mi madre no tendría que lavarme la ropa y fregar los cacharros de la comida, y tampoco hacerla. Y ya sería casi santo por ser obispo, porque en el organigrama debían de estar ya muy cerca de Jesucristo. Además, los curas no dejaban de hacer reverencias al Obispo Almarcha y le decían “su excelentísima”.

Don Julio era un hombre bueno, no porque quisiera hacerme Obispo de Astorga; tampoco porque me diera un duro en papel nuevo cuando iba a verle poco tiempo después al Asilo. Aquí, al Asilo de las Hermanitas, le había desterrado el Obispo Almarcha; y yo creía que era por viejo. Pero me extrañaba que no volviera por la Basílica alguna vez, hasta que fui deduciendo su expulsión por comentarios que hacían las personas mayores sobre sus paseos desde aquel Asilo de pobres y viejos, que apenas llegaban más allá de cien metros porque recorrer unos metros más le harían ver la Torre del Gallo de la Colegiata y no lo podía soportar.

Los restos de Luis Almarcha están bajo lápida y escudo en la Catedral de León; los de Julio Llamazares…