viernes, 4 de noviembre de 2011

Ese sello de Correos...




Te asedian con celuloides, fotografías, reproducciones que quieren producir sensaciones, que te incitan a vivir más…

…pero siguen siendo algunos de esos pequeños sellos, que ensalivados y pegados a un sobre con dirección en cuidada caligrafía por la que adivino quién lo remite, los que excitan mis emociones de vida pasada y presente.

Y cuando, entre la correspondencia comercial retirada del buzón, encuentras un sobre con ese sello encuadrado con esmero, te produce un vuelco el corazón y adivinas la liturgia del ser querido que remite: Recoger las cuartillas guardadas con pulcritud entre las páginas de un libro, siempre el mismo libro; quizás una de las estilográficas que tiene alojadas con innumerables bolígrafos y lapiceros en el tarro que está en la repisa de la salita…
El respirar profundo mientras se inclina sobre el papel en blanco y escribe “Querido” con un trazo en la letra que transmite su palpitación…; y, por fin, un “Te quiere…”
Y buscará en el cajón del aparador la cartera de mano donde guarda los sellos y elegirá con mimo aquél cuyo tema se ajuste al parabién o la confidencia relatada: Una flor, una tradición, un paisaje, un cuadro…

Los colores cálidos de la reproducción, ese sello de Navidad ya me anuncia deseos de dicha, sosiego y afecto.

miércoles, 30 de marzo de 2011

¿Estaba solo?



Volví a casa de Padre.
Aquel caserón, antiguo palacio y hoy casa de vecindad, seguía rezumando humedad por las paredes del gran portal. En el patio, el lilar, casi seco, ya no desprendía el olor que me anunciaba la llegada del verano en los años de la infancia. Y tampoco había geranios sobre el brocal del pozo.
Ya no me atreví a subir con un brinco los tres primeros peldaños de piedra, ni a contar con trancos de dos en dos, menos uno, el resto de las escaleras: Seguían siendo diecisiete.
Tuve la tentación de llamar con el picaporte, coger aquella mano de hierro fundido que no se cansaba de sostener la bola que en la infancia intenté arrebatar para dar rienda suelta a mis juegos. Pero el aviso de mi llegada fue con el timbre. Y los pasos apresurados que oí, eran los de Madre que reconoció mi presencia por los tonos rítmicos de la “chicharra metálica”.
Jose se encontraba en el despacho de Padre del que había hecho su mundo, su vida. Rodeado de la gran estantería repleta de libros que mostraban, sin rubor ni miedo de años pasados, sus títulos y autores. Autores y títulos malditos para unos salvadores de cuerpos y almas con represión política y religiosa, y que conservaba con mimo, buscando quizá los testigos, la justificación de unos amigos mudos que podían arropar los sueños de sus años juveniles en busca de ideas de libertad.
Su aspecto físico seguía descuidado por el pelo algo despeinado y con corte desigual. Pero era su barba canosa la que le daba una apariencia de intelectual o bohemio.
Embelesado, como siempre, contestó con un “hola” a mi saludo.
Bajo el cristal que protegía el barniz de la mesa, una foto de carné de los años adolescentes de Jose; y sobre ella, algunas partituras de música para guitarra: “Recuerdos de la Alhambra”, “Romance Anónimo” y otras más. También, la cejilla para la guitarra al lado de un pequeño crucifijo; y el paquete de tabaco que le surtía con fluidez los cigarrillos que apuraba convulsamente hasta la boquilla. Uno de aquellos cigarrillos, en ese momento, hacía el recorrido desde sus labios hasta el cenicero impregnando con su humo, aún más, el ambiente ya sobrecargado por unas horas de soledad que también quemaba como el tabaco. ¿O quizás no estaba solo?: Estaba con él. Hacía muchos años que ¿había superado? a una sociedad que no quiso entenderle.
Hoy buscaba la amistad de una estilográfica y de unos folios que llenaba de sonetos, algún poema, décimas… Unos versos en los que depositaba su desesperanza, su desilusión, su vida…


“Sufrí la eternidad de los papiros,
del frustrado consejo; la violencia,
la falta de consenso, la inclemencia,
el triste regresar de los suspiros.

Tiempo loco, hoy no te quiero cuerdo;
mas ido ya, dejado tu dictamen,
vuelvo a tu ser, arcano, sin examen;
vengo de ti por más que no recuerdo.

“Recuerdo” es recordar lo que no ha sido:
¿Dónde las madreselvas de un camino
tan vigoroso, exhausto, tan vivaz?.

Traer a la memoria aquel olvido
es quererlo vivir sin el Destino
que borró la sonrisa de mi faz.”

En el regazo de Jose, con cariño, quizá con amor, reposaba la guitarra a quien tanto mimaba y con la que me había enseñado, en aquellos años del Mayo francés, los primeros acordes de las canciones de The Beatles.
Y a su izquierda, el atril vacío.
- ¿Ya no tocas, Jose?
Su contestación fue una caricia a las femeninas curvas de la caja del instrumento. Dejó caer sus ágiles dedos rasgando las cuerdas desafinadas, al tiempo que su mano izquierda se deslizaba hasta las clavijas de la guitarra. Giró la primera y un MI grave se fue debilitando con un tono cada vez más ronco ante la falta de tensión de la cuerda. Siguió con el LA, RE, SOL, SI, MI.
Con parsimonia, Jose depositó la guitarra, ya muda y desnuda de cuerdas, en aquella maleta que convertía en féretro para el instrumento.
Volvió a sentarse en el sillón haciéndose otra vez dueño de la mesa del despacho, defendiendo su territorio, volviendo a su universo.
Encendió un cigarro más y llenó sus pulmones de un humo que fue expulsando con lentitud hacia la lámpara que pendía del techo.
Su mirada viajó otra vez al infinito.
- Hasta mañana, Jose.

miércoles, 5 de enero de 2011

El tren-correo León/Bilbao



Ya eran cerca de las nueve de la tarde. Solo faltaba la llegada de Ballesteros para cerrar la jornada laboral.
Ballesteros era menudo en altura y anchura, y se había embarcado en la compra de un piso en León que asustaba a los compañeros por su coste en ceros: ¡Quinientas mil pesetas!. Aquella aventura económica de vida, le obligaba a Ballesteros a “tirar patrás” en los quehaceres de funcionario de Correos y su especialidad de ambulante en el Correo León-Bilbao, en el Hullero.
La tartera con algún guiso del hogar, refinadamente envuelta con papel de una página del periódico -gratuito para Correos- de El Diario de León, le calmaba el hambre de un traqueteo que resultaba interminable. Y el mismo abrigo para festivos y laborales, que había cumplido también muchos trienios, casi tantos como los que Ballesteros tenía completados en el Cuerpo.
Después de doce horas de viaje saludando a los innumerables carteros del trayecto (San Feliz de Torío, Garrafe, Pedrún, Matallana, La Vecilla, Cistierna…Mataporquera… y Bilbao), buscaba refugio para el descanso en la Sala de Clasificación de Correos de Bilbao, acomodando sobre una mesa para la distribución una serie de sacas que le servían de colchón y manta, para amanecer al día siguiente y emprender el regreso a León.

Plácido era diferente, tanto en altura como en anchura. Había nacido en el Páramo, en Meizara. Y su gabardina debía haber completado (una vez que hice cuentas) el quinto trienio. En su alimentación de ambulante primaba su costumbre rural: Un buen trozo de chorizo que rezumaba grasa roja, algo de tocino de jamón, algunos tomates y cebollas en temporada, y una buena rebanada de hogaza. En el descanso nocturno ejercía más dispendio que Ballesteros porque dormía en la misma fonda donde dormían otros colegas que habían ajustado con la posadera un precio más ventajoso al no tener que cambiar las sábanas de unos para otros.
Y Placido también llegaba, en el regreso de Bilbao, en el Correo, sobre las nueve de la tarde y hacía la entrega de los documentos de la correspondencia en el Negociado de Certificados de la Jefatura Provincial de León. ¡Firma en barbecho!, decía siempre mientras sacaba de aquél maletín, que me recordaba a los que llevaban los médicos del Oeste y se veían en las películas, el libro de las Firma-registro de Entrega, un matasellos, el trozo de chorizo y la rebanada de hogaza sobrantes, “el mapón” donde se relacionaban los certificados y las sacas/despacho, una barra de lacre, un trozo de cuerda, algún precinto para las sacas de los paquetes…¡Firma en barbecho!, repetía.

Aquellos ambulantes en el Correo León-Bilbao, también hicieron muchos kilómetros de traqueteos interminables, de días de fríos intensos en los que las briquetas que les pasaba el maquinista y quemaban en la estufa del vagón-correo, apenas calentaba un ambiente en el que era imprescindible ajustarse bien la gabardina o el abrigo.

Eran aquellos años, existieron.