martes, 11 de noviembre de 2014

Un personaje





-          Buenas tardes, Don Aurelio. ¿Uno con leche, como siempre? - preguntó la camarera.

Movió la cabeza afirmativamente mientras se sentaba en la silla arrastrándola hacía la mesa y repasando con la mirada el ambiente que le rodeaba deteniéndose brevemente en los altavoces.
Se ajustó las mangas de la chaqueta y colocó sus brazos sobre la mesa adoptando una postura de espera a la camarera para cuando llegara con el café con leche habitual. Volvió a repasar con la mirada la cercanía de aquella mujer mayor y del hombre maduro que se sentaba siempre al lado del ventanal.

-          Su café con leche, Don Aurelio -. Él se limitó a mirarla con una sonrisa de asentimiento para preguntarle a continuación
-          ¿Qué compositor nos va a acompañar hoy?
-          Haendel, durante toda la tarde - contestó ella.

A Don Aurelio le ponía siempre un azucarero con azúcar moreno en lugar de sobrecitos. No era maniático, era parte de su ritual: llenar la cucharilla con los granos y darle unos pequeños toques sobre el recipiente de loza con el fin de no desparramar ni un grano en el trayecto hasta la taza del café; la medida invariablemente eran dos cucharillas.

Hubiera preferido a Brahms, su estado de ánimo lo hubiera agradecido; aunque el Concerto Grosso de Haendel que sonaba en aquel momento también le agradaba. Con parsimonia, como si se tratara de un ceremonial, acercaba la taza hasta los labios que apenas los humedecía y luego los saboreaba con la punta de la lengua haciendo una inclinación de cabeza con el que daba conformidad a su sabor.

Y pasada media hora haría un gesto con el brazo levantado a la camarera que, sin mediar pregunta, se dirigía a la cafetera para prepararle otro café con leche. Don Aurelio notaba la falta de fumarse un cigarrillo entre uno y otro café; “absurdas normas de salvadores de cuerpos y almas”, repetía con frecuencia.

El segundo café lo esperaba con la espalda totalmente recta apoyada sobre el respaldo de la silla; en ocasiones lo esperaba con los brazos cruzados y la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y los ojos cerrados. En aquel trance la camarera se limitaba a retirarle la taza usada y dejarle el nuevo café humeante sin que mediara palabra. Y ante el ruido de la silla al levantarse la señora mayor, abría los ojos y sin cambiar la expresión le hacía una leve inclinación de cabeza respondiendo a la despedida callada pero expresada con una sonrisa de aquella mujer.

Ya entrada la noche, se colocaría la bufanda anudada al cuello y abotonaría el abrigo levantando la solapa para salir de la cafetería y volver a recorrer las calles antiguas que le llevarían una vez más hasta su vieja y fría casa que, sin embargo, tenía calor de hogar.


¿Personajes en busca de autor?



       - Sí, por favor;  me pone un café cortao – dijo a la joven camarera.

Acababa de sentarse y colocaba la parka en la silla de al lado. No había hecho intención de entrar en la cafetería y era nuevamente el impulso inconsciente de entrar en aquel espacio, de vivir aquel ambiente. Su luz tenue provocaba placidez, sosiego; una luz que iluminaba la cubierta de cristal del mostrador, que cubría diferentes y antiguos objetos que le hacían revivir tiempos pasados, tiempos de juventud: Una caja de cerillas, un paquete de tabaco Cuarterón, como aquellos que traía Ovidio cuando hacía la mili en Ceuta; una carátula algo rota y sucia de disco “Yellow submarine” de The Beatles, un trompo, una cajita metálica…También sonaba la música que, una vez avanzada la tarde, pinchaban con compositores clásicos del renacimiento que le trasladaban a otro mundo…

Con la liturgia habitual, agitó la bolsita del azúcar y la rompió por la esquina para verter con parsimonia los granos blancos sobre el café. Y revolvía el café mientras miraba una vez más aquella pintura, aquél cielo gris sobre el mar con olas embravecidas que le habían llevado en algunas ocasiones a adentrarse en el cuadro para ir más allá… El reloj de pié que dejaba oír sus tic-tac en los pianísimos de la obra musical; o las campanadas pausadas del carillón, que se integraban como de un instrumento más de la orquesta en el concierto que sonaba en ese momento.

Le gustaba la mesa al lado del ventanal y, como la visita era habitual en la misma hora, parecía que existía un pacto no escrito para que la encontrara siempre vacía, como esperándole. Al lado, aquella mujer mayor, siempre con el mismo abrigo gris de muchos años y un bolso de charol con aristas muy marcadas, desgastadas; y un pañuelo con dibujos oscuros que le cubría la cabeza. Siempre sola y siempre una manzanilla. No tenía prisa para acabar de sorber la infusión y tampoco miraba a otro lugar que no fuera la taza. Al marchar siempre se despedía con un adiós y una sonrisa.

No, no estaba dormido. Su cuerpo corpulento de muchos años, recto sobre el respaldo de la silla, no indicaba que su rostro adusto y el permanecer con los ojos cerrados fuera síntoma de estar dormido; más bien estaba hipnotizado, en trance. La hora de llegada y un café con leche eran habituales. Y también la misma mesa, en el mismo rincón de la cafetería, como buscando refugio, resguardo para su soledad. Había momentos en que ponía su codo izquierdo sobre la mesa y sujetaba la cara con la mano mientras los dedos de la mano derecha, que extendía sobre el mármol de la mesa, acompañaban el ritmo de la música con pequeños golpes.

Una pareja de mediana edad se acababa de sentar en la mesa cercana a puerta, sin reparar si había algún otro sitio vacío, como buscando que un tiempo anodino quemara minutos de vida y que tuvieran cercana la salida para huir. A requerimiento de la camarera ella pedía un refresco, cualquiera, y él un café con leche fría. Ella se entretenía en mirar las personas que veía pasar por la calle a través de las puertas de cristal, y él mirada una y otra vez las lámparas que pendían del techo, la barra, las otras mesas… Tampoco parecía interesarles la música que en ese momento sonaba, y la única conversación entre ellos fue “vamos”.

E imaginaba las historias de vida de aquella anciana en sus espacios de subsistencia diaria, con la que la única conversación que mantenía era la devolución de una sonrisa cuando se despedía. O la soledad buscada del hombre que se refugiaba en la esquina… La muerta vida de aquella pareja… Eran historias concebidas por él; pero la realidad…
Recordó la obra teatral que había visto en su juventud, “Seis personajes en busca de autor” de Luigi Pirandello, y se sintió un poco autor para aquellos personajes reales con vidas que ocupaban su imaginación.  


Y aprovechó los últimos compases del “Largo (de Xerxes)” de Haendel para despedirse de la camarera con un “hasta mañana”.