martes, 6 de enero de 2009

Recuerdos de "DIARIO DE LEON"



Mi recuerdo de una infancia feliz en los años cincuenta, rodeado de trabajadores del periódico regional católico «DIARIO DE LEON», de 80 céntimos el ejemplar, en la calle Daoíz y Velarde, que fueron testigos y relatores de la historia de esta provincia.


En aquella mañana radiante de verano, mis seis años y el gran patio de casa habían agotado las fantasías de un endeble triciclo rodeando el pozo, agachándome bajo el lilar y esquivando con las ruedas traseras la maloliente alcantarilla.
Aparqué al lado de las escaleras del sótano y restregué mis manos por el baby de pequeños cuadros blancos y rojos.
—¡Madre, madre!
— ¿Qué quieres ahora? —respondió mientras se asomaba a la ventana.
—Voy al Diario.
Sin esperar alguna recomendación, salí corriendo a través del amplio portal, antaño refugio de carruajes, y desemboque en la plaza. A mi derecha, San Isidoro, con atrio de verjas y con Don Julio —el Abad— paseando, al que ayudaba a misa y me prometía el Obispado de Astorga. Enfrente, la gran Cruz con una especie de altar, que llamaban «de los Caídos», y a fe habían acertado con el nombre, porque nuestros huesos median con frecuencia las losas que adornaban el suelo. «El Leonés», la calle Descalzos. Un gran corralón de empedrado y tapiales: San Guisán, donde habían estado los franceses; Santa Marína la Real, la barbería, la imprenta Rubí, el zapatero «Rápido», los ultramarinos, el estanco y la pescadería con cortinas de trozos de bambú que servían de arpa a mis dedos. El colegio Ponce.
Ya estaba cerca. Dos azotes a modo de fusta y un ritmo de trote marcado por los pies me plantaron frente a la puerta del DIARIO DE LEON. Volví a manosear el baby en un intento de liberar los restos de adobe y grasa que había acumulado en la travesía.
Entré y, a duras penas, alcancé con mis manos el mostrador, encaramándome hasta que mi barbilla lo rozó y vi a Fani a través del ventanuco.
—iHola!, fue mi saludo.
Aquella voz infantil y familiar no inmutó a nadie.
Entré en la administración y, ante la indiferencia de todos, me acerqué a mi mesa favorita repleta de papeles, lapiceros, un tintero y plumas de palo armadas de plumines relucientes y tentadores en búsqueda de dianas por el suelo de madera, experiencia que ya había ocasionado calentura en mis nalgas. Pero al lado estaba mi último descubrimiento: Un tiovivo del que pendían sellos de caucho y hacía girar con mis pequeños dedos.
— ¿Está mi padre?
— ¡Deja eso! —ordenó Fani con cariño—.
Ya sabían que estaba allí.
—Leoncio, enséñame el mapa.
Siempre me llamaba la atención aquel mapa: Era tan grande como el de la escuela, pero con un dibujo diferente y estaba lleno de banderitas de alfiler clavadas en unos puntos negros que tenían letras al lado.
Leoncio levantó la vista de un libro muy grande lleno de cuadraditos, dejó arrastrar la silla mientras se levantaba, y aupándome en sus brazos me acercó a aquel ejército de alfileres desperdigado entre líneas y nombres. Mi dedo se desplazó entre ellos y- se detuvo.
— ¿Cuál es éste?
—Ponferrada —contestó complaciente—.
- ¿Y éste?
Mi dedo se había detenido y a Leoncio le apareció aquella sonrisa pícara que no era nueva para mí.
—Cebrones, —susurró—.
—¿Cómo?, —grité—.
—Ce...bro...nes—, deletreó en sentido ascendente.
Un ruido fuerte hizo volverse a Leoncio que, aún conmigo en los brazos, vimos cómo la silla de Maruja había perdido el equilibrio, estrellándose contra el suelo, y ella, con dificultad, la mantenía agarrada al archivador y la mesa. Su rostro reflejaba una mezcla de reproche y susto.
—¡Leoncio! —musitó—.
Un guiño de complicidad y amago de azote de Leoncio dieron de nuevo alegría a mis pies que se dirigieron hacia el taller.



Era aquel local como una cueva: Suelo y paredes negras con unos pequeños ventanales a un patio de luces. En medio, la rotoplana, rugiente, como un monstruo cosido al suelo y con movimiento acompasado de locomotora varada en las vías. Su traqueteo obligaba a cajistas, ajustadores y linotipistas a entenderse a voces.
Me acerqué a ella sin miedo, pero con inquietud y sin que las chicas, que pegaban unos pequeños papeles con direcciones en los periódicos, me perdieran de vista. De cuclillas, observé cómo Manolo revolvía en la barriga del bicho entre rodillos y planchas llenas de letras de plomo. Dirigió hacia mí sus manos embadurnadas de tinta y grasa en un gesto similar a las brujas de los cuentos, esperando una reacción de sobresalto; pero, sin inmutarme, me incorporé dirigiéndome hacia Juanito, el de la lino...
—¿Te acuerdas cómo se llama?
—Lino..., linotapia —contesté ufano—.
—Linotipia. ¿Qué quieres?
—Que me hagas el nombre.
—¿Otra vez?
—Me lo perdió mi hermano.
Tecleó y empujó hacia arriba una pequeña palanca deslizándose de inmediato la placa de estaño que quedó depositada en perfecta alineación con las correspondientes a las noticias de los sucesos. Mi precipitación por ver el resultado milagroso hizo que la tirara al suelo con un ¡ay!, a la vez que sacudía y soplaba mi mano.
—Quema. Nunca aprenderás, dijo Juanito.
Angel, que se encontraba colocando en una regleta letras para un titular, se agachó solícito a recogerla, la untó con un poco de tinta y la estampó posteriormente en una amarillenta hoja.
Atravesé el pequeño patio para subir a la redacción. Pero allí, ante mí, junto a la escalera estaba mi castillo: cinco enormes rollos de papel esperando ser deglutidos por la rotoplana.
Al segundo intento logré trepar hasta las almenas, a la vez que dejaba marcadas las huellas de mis zapatos en la blanca superficie. De pie, sobre la torre, miré en todas las direcciones y... ¡otra vez los moros! Me deslicé por el interior que formaban las bobinas sin reparar cómo saldría una vez concluida la batalla. Lancé flechas y algún disparo de escopeta hasta que la mira de mi dedo pulgar se detuvo ante una figura negra: Era don Filemón de la Cuesta, el director, cura de constitución pequeña y gruesa, ataviado de manteo y teja.
—Y ahora ¿cómo sales?, —fue su bonachón saludo—.
—Dígale a Leoncio que me saque.
Liberado de mi trampa, abordé las empinadas escaleras y traspasé la puerta del último rellano. Allí estaba el perchero de árbol del que colgaban una chaqueta, dos dulletas y el sombrero de mi padre.
Empujé lentamente la puerta de la redacción, al tiempo que asomaba la pequeña cabeza con una doble sensación de respeto y miedo reverencial.
—Pasa.
Aquella invitación, acompañada de una sonrisa, venía de don Antonio González de Lama, cura de sotana con algún adorno de ceniza despistada de su cigarrillo amasado con hábiles dedos y que sujetaban permanentemente sus labios gruesos.
Sentado, a su lado, estaba otro cura —ya eran tres—, don César Trapiello, el tío César, que miraba embelesado el carro de su máquina de escribir, negra, de teclas redondas con cerquillo dorado.
—Hola, tío.
Tardó en reaccionar. Aquel saludo le debió parecer salido del fondo de la «Continental». Pasó su mirada por el folio, el carro y las teclas e instintivamente deslizó su mano por el bolso de la sotana, al tiempo que se volvía hacia mí.
—Ah, eres tú.
Entre sus dedos apareció el caramelo esperado. Quité el envoltorio y limpié los restos de picadura de tabaco que el dulce había robado a las cajetillas que le acompañaban en aquella faltriquera sotanil.
Me acerqué a los dos teletipos, que repiqueteaban sin cesar, porque allí, de pie, Marcelo revisaba con atención las líneas que, con ritmo acompasado, aparecían impresas en papel continuo que se amontonaba en el suelo.
—Padre, ¿me das tubos?
—Espera.
Unas tijeras grandes, de sastre, le sirvieron para seleccionar partes de aquella tira sin fin, que depositó junto a su máquina de escribir.
Me cogió de la mano y nos acercamos a una estantería repleta de libros, periódicos atrasados, otros de tirada nacional, fotos de agencia, papeles, rollos inmaculados esperando ser víctimas de los ávidos teletipos y, al fin, los despojos de los mismos: Los tubos, mi objetivo en la aventura. Me servirían para plantarlos, como si de bolos se tratara, en el pasillo de casa, aunque más estrecho y menos largo que la era de Villacil.
Sonó el teléfono.
—Marcelo, te llaman del Ayuntamiento.
—Anda; vete para casa.
Me encogí de hombros y con un tímido «adiós», salí de la redacción.
Ya me había acostumbrado a las ausencias de mi padre por las Permanentes del Ayuntamiento, de la Diputación; los accidentes recogidos en la Casa de Socorro, los pleitos que resolvían los Juzgados, las denuncias presentadas en la comisaría, los partes de Orden Público en el Gobierno Civil, las inauguraciones, los actos de los jefes locales y provinciales del Movimiento, los resultados de la Cultural; en los días de feria: El precio del trigo, la lechuga y los terneros; algún accidente ferroviario ocurrido de madrugada y el teléfono negro colgado de la pared de la salita de casa:
—Señorita, quiero una conferencia de prensa para corresponsal... Agencia Efe ...2754000 ...aquí León...
Mi aventura había concluido.
La de ellos, los trabajadores del DIARIO DE LEON, continuaba hasta que el Correo de la tarde llevara aquellas noticias urgentes, pero sin prisas, a todos los rincones marcados con un alfiler en el mapa de la administración. Hasta que en la Calle Ancha, la de La Rúa o el Jardín de San Francisco se hicieran eco de la noticia atrayente, pregonada a voces por el vendedor del Periódico Regional Católico:
—«El obispo detrás de Gilda».

6 comentarios:

  1. Entrañable tu relato, Andresín. Y muy auténtico. Ya te estaba viendo haciendo travesuras por aquellas dependencias con olor a tinta.

    O sea que te viene la afición de muy lejos y lo llevas en la sangre.

    Un abrazo. Seguiré asomándome por aquí con mucho gusto y curiosidad.
    Luis teodulo

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  2. Querido Luís: Favor que me haces al detenerte en leer mis “vivencias periodísticas” con cinco años.
    No entiendo (ni quiero entender) de crítica literaria ni de tecnicismos de lenguaje. Simplemente quiero que se entiendan las palabras que dan sentido a unas situaciones vividas, sin más pretensión. Si lo consigo y hago que algún amigo lo disfrute, me doy por satisfecho. Como en la música, prefiero captar más el sentimiento que se pueda expresar con un instrumento, que la técnica con la que se practica.

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  3. Andrés hoy día de tu cumpleaños he descubierto tu blog y he disfrutado con el relato, consigues que al leerlo se convierta en imágenes.

    Mi relación familiar y personal con León es profunda y tres de mis hermanos nacieron en León .
    Mi padre, camisa vieja por cuestiones de faldas en la zona del Bierzo que algún día te contaré,vivió en León en los años 40, allí conoció a mi madre Asturiana que fue a León para cuidar sus bronquios.
    Fue Presidente y Fundador de las Cooperativas del Campo de León, les casó en Gijón,el famoso D. Luis Almarcha obispo de León, conservo las fotos, y se le ocurrió meter en la carcel a varios empresarios del carbón.
    Siempre contaba una anécdota de cuando Presidía las Cooperativas y una delegación de Cebrones vino a verle:
    - "Que pasen ahora los Cabrones del Río".

    Lo pasó mal pero no se enfadaron mucho.

    Al final se retiró de " la política" y siguió siendo un ferroviario honesto

    Lo dicho enhorabuena y un abrazo

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  4. Mariano, lo que me cuentas me une más a ti en el sentimiento de compartir recuerdos pasados y, casi con toda seguridad, que nuestros padres se conocieron en aquella época y en esta ciudad provinciana de paisanaje.
    Y tu madre Asturinina, como la mi Carbayona.
    Andrés
    Un abrazo muy fuerte para los de la "afoto".

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  5. >>
    Trapiello (César Trapiello Vélez). Manzaneda de Torío (Castilla y León), ?-1995. Dibujante / Guionista. Sacerdote y profesor –y colaborador en "Diario de León"– que, ocasionalmente, actuó como serialista (en autoedición desde Imprenta Católica) con "Aventuras de Tiburcio y Cogollo" (5 entregas, y hacia 1936). (Tío del polígrafo Andrés Trapiello; 1953).

    LIBROS:
    ¿De quién son esos signos? (1977) || Mis palabras a Dios (1989)
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  6. Efectivamente, Anónimo; veo que conoces muy bien al tío Cesar.
    Conservo "como oro en paño" algunos ejemplares de la "Aventuras de Tiburcio y Cogollo" que tanto hicieron trabajar mi imaginación de niño.

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