domingo, 7 de diciembre de 2008

Placer inconfesable




Entró en el pequeño estudio de casa y recorrió con la mirada la estantería chapeada en negro y ocupada por una breve biblioteca compuesta de ejemplares de autores clásicos y modernos, de manuales técnicos, de colecciones de fascículos amontonados sin encuadernar, y de una enciclopedia relatora de todas las miserias físicas que pueden ocurrirle al ser humano.
Completaban las baldas algunas fotografías familiares, dos réplicas de dioses de la civilización Maya, el rostro de un viejo con rasgos pronunciados que él mismo había moldeado en cera años atrás, y un equipo de música flanqueado por dos pequeñas torres de discos.
El intenso olor a tabaco en el ambiente le obligó a abrir la pequeña ventana orientada al patio interior de la casa y que solo permitía ver un retazo de cielo teñido de gris, otras ventanas de vecindad, alguna ya iluminada con luz fluorescente por la caída de la tarde, y unos tendales vacíos de ropa por culpa de una débil lluvia impertinente.
Más que sentarse, se recostó en la silla de respaldo alto y extendió sus piernas por debajo de la mesa, que era, una vez más, testigo muda de un estado de ánimo nostálgico, derrotado por batallas sociales perdidas. Seguía intentando encontrar sentido al polvo de sus zapatos por aquellos consejos que, en la adolescencia, le invitaban a pisar tierra, a entender una realidad conformada por reglas, disimulos y engaños.
No entendía por qué, en el tránsito a la pubertad, le reprimían por soñar despierto, por crear fantasías.
Pero ahora estaba rodeado de unos maravillosos locos que llenaron la vida de imaginación en páginas de novelas o de pentagramas para sinfonías.
Manoseó la vieja estilográfica que le había regalado su padre, y un nuevo sentimiento por su ausencia entre los vivos se unió a las sensaciones de inquietud que le bloqueaban la mente. Él, su padre le había descubierto las letras de molde sobre un papel amarillento en la vieja máquina de escribir.
Recorrió con sus dedos los discos, como buscando con el tacto las vibraciones de la música, su fiel amiga: ¿Haendel, Vitoria, Tchaykovski? ¿Flautas, trompas, violines, guitarras…?
Fueron los primeros compases de “Peer Gynt” de Grieg los que le terminaron apartando de la realidad. Sin embargo, todavía un pequeño resquicio de su conciencia le alertó del posible egoísmo al no compartir aquella soledad placentera, la misma soledad que había vivido de estudiante rodeado por doscientos compañeros del internado cuando escuchaban por los altavoces la “Sinfonía del Nuevo Mundo” o “La Pastoral.

Ya eran él y su territorio en aquel pequeño espacio de tiempo, y no le importaba nada de lo que le rodeaba. Empezaba a disfrutar de amaneceres primaverales mirando un cielo que desteñía las sombras de la noche y retornaba a un azul cada vez más intenso; se contagiaba del bullicio y algarabía de unos revoltosos vencejos llegados de quién sabe dónde; descubría prados verdes y relucientes por el rocío de la mañana, y le tentaba quebrar su virginidad recorriéndolo hasta el límite, más allá de unos montes rebosantes de vegetación y de montañas de color grisáceo que se abrían en panorámica hasta el acantilado. Tenía que abrir, por encima del mar apacible, el más allá del horizonte. Quería embarcar sin punto geográfico determinado. Quizás buscar el Norte, más al Norte… ¿Por qué siempre al Norte?
Encontrar su Norte en una aventura y anchura de extensión sin límite: Frescor de estepa, luminosidad de témpanos de hielo y azul intenso de cielo y mar.
Porque el Sur era árido, de tierras planas y extensas, pintadas en ocres y amarillos, solamente salpicadas por un reguero verde de cipreses que marcaban la senda a la ermita en la pequeña cima. Ermita de pequeñas moles de piedra, que habían dado forma picapedreros olvidados, transportadas desde parajes lejanos en carros renqueantes tirados por bueyes. Ermita alejada, pero cercana para la mirada desde aquella era, en una tarde de verano sofocante, con sudor incapaz de regar una tierra apretada y sedienta, y un silencio de siesta agobiado por polvo de gavillas en espera de trilla.
Recostado a la sombra de una caseta de adobe, aguardaba un anochecer que le regalara frescor, sombras de luna y un infinito océano de estrellas.
Sin embargo, aquel sosiego se alteró con un sonido rítmico, que le recordó, cuando en su infancia oía el roce al caminar de las perneras de unos pantalones de pana. Pero era el sonido acompasado de la aguja sobre el disco, que quería buscar nuevos compases que no encontraba, y que acabó despertándole de aquella hipnosis.
Cuarenta minutos, que habían sido una eternidad, en viaje por paisajes y espacios sin barreras, sin fronteras.
Una nueva locura de imaginación, de fantasía y de ensueño.
Volvió a recorrer con sus dedos la torre de discos: Prokofiev, y su “Romeo y Julieta”.
Tomó un folio y desenroscó con esmero la estilográfica de su padre…

3 comentarios:

  1. Yo tengo el privilegio de haber estado en ese pequeño estudio y no me cuesta nada imaginarte, con los pies cruzados bajo la mesa, mirando hacia esa estantería llena de libros, de retratos, de discos y de vida.

    Y con la inseparable compañía de la música.

    Un abrazo

    ResponderEliminar
  2. Andrés, espero acertar con estos artilugios. Tu relato, excelente (no soy técnico en la materia). Pero a mí me pareció precioso. Lo saboreas más cuando, como Mariano, conoces el rincón donde elucubras todas tus reflexiones. Gracias por "La Senda". Un abrazo. Pedro

    ResponderEliminar
  3. Mariano, sigues invitado a volver a ese pequeño estudio y a recorrer las calles de León, pero con buen tiempo, que hoy hace un frio ¿infernal?.

    Y a tí Pedro, ¿que técnico en la materia?.
    el poner una palabra tras otra, que se entienda ¿necesita ténicos en la materia? Y si además gusta, pues... es para dar las gracias al que se ha entrenido en leerlo.

    ResponderEliminar