sábado, 17 de enero de 2009

El monaguillo




Una galleta como premio, detraída del ágape matinal de mi padre, era la promesa diaria de mi madre y el estímulo suficiente para abandonar el confortable rebujo del colchón de lana, las calientes mantas y a mi hermano, calefactor compañero de sueños diarios. Mis seis años y otra mañana más; quizás un martes. Madrugada oscura y fría de un febrero del cincuenta y...

La luz tenue que desprendía la bombilla a través de un plafón de cristal adornado con bajorrelieves de frutas, iluminaba lo suficiente la pequeña habitación para que, con movimientos rutinarios me introdujera en el pantalón corto -sin bragueta- que me obligaba a orinar buscando el pito por la pernera; a ajustarme los tirantes sobre una camiseta de felpa menguada de mangas y talle por los muchos lavados y el paso del tiempo; aunque una camisa y un jersey gris heredados de mi hermano compensaban la parquedad de la prenda interior. Y completaba el atuendo con calcetines largos de lana, que descansaban desde ayer a los pies de la cama, sujetos con pequeñas ligas disimuladas con dobleces, y los zapatos negros con motas marrones de barro.
La continencia nocturna me empujó precipitadamente al water.
- Mea dentro -, fue la recomendación de mi madre ante la potencia con que se descargaba mi vejiga.
Ya de puntillas, frente al lavabo, logré mojar con un agua olvidada del calor del termo de una cocina económica las palmas de las manos que inmediatamente acariciaron las mejillas al tiempo que me estremecía y resoplaba. Con los ojos cerrados, tanteé en busca de la toalla y encontré las manos de mi madre que me orientaron de nuevo hacia el grifo.
- Con jabón; las legañas, las orejas...
Me atusé el pelo rebelde con el peine y la mano, sobre todo el flequillo que apuntaba siempre hacia delante. Dos ágiles botes ante el espejo para contemplar aquella obra me mostraron la misma raya quebrada de todos los días.



Don Julián, que tenía la misa de siete y media, no esperaba.
Era canónigo grueso, de sotana con brillos en codos y bocamangas, amen de otras lámparas diseminadas por la negra geografía de la sotana que harían innecesario encender las dos velas de la capilla de la Virgen; remataba su oronda figura y cubría su escaso pelo con un bonete de puntas raídas y color casi negro; pero el amito, el alba, el cíngulo, la estola, el manípulo y la casulla daban prestancia al Reverendo en la gran Basílica románica, impregnada en aquella hora de penumbra y sombras que se agitaban por el flamear de alguna vela en espera de liturgia.
Mi presencia en la sacristía le hizo volver ligeramente la cabeza al tiempo que intentaba alcanzar con una mano por la espalda el cíngulo que pendía de la otra. Me acerqué solícito y, después de tres intentos en los que le arrimaba el cordón hasta que tocaba sus dedos y se lo retiraba disfrutando con la agitación de su mano, logró ceñirse y remangarse un poco el alba. Mi ropón granate, que era comparable a una puesta de sol veraniega con un cielo sembrado de estrellas por las muchas pintas de cera de vela que se habían incrustado en la apretada lana, completado con un roquete con pruebas delatoras de vinajeras escurridas, perfeccionaron la procesión litúrgica camino del altar. Había que atravesar la pequeña capilla del Cristo, un Crucificado de tamaño casi real, rodeado de una oscuridad fantasmagórica, que me hacía apurar el paso y mirar de soslayo esperando que, en alguna ocasión, aquella figura se quejara o moviera.
- In nómine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen. Introibo ad altáre Dei -, rezó Don Julián seseando y esparciendo pequeñas motas de saliva sobre la mesa sagrada.
- Ad Deu mmnim mea -, contesté regulando la voz para que no se notara que solo sabía el comienzo y el final; aunque más complicado aún me resultaba rezar el “Confiteor”: con la cabeza inclinada y el fiador del roquete retozando entre mis dedos, mascullé palabras ininteligibles durante más tiempo para terminar con un “. . .Deum nostrum”.
Mientras el clérigo leyó la epístola, yo volví la cabeza para controlar si estaban las “Lalitos”, dos hermanas solteronas asiduas a la misa de Don Julián, retocadas con velo -por supuesto- y misales que dejaban ver sus cantos dorados. Sí, estaban allí, arrodilladas en reclinatorios individuales como signo de distinción. Pero un carraspeo y la mirada de Don Julián me recriminaron la distracción al tiempo que señalaba el misal porque era el momento del evangelio; es decir, la odisea diaria para el cambio de derecha a izquierda en el altar del atril con misal incluido. ¡Qué atril y qué misal!, debían pesar una arroba: De puntillas lo arrastraba y recogía con gran dificultad, lo transportaba con apurado equilibrio entre los brazos y la cara, y lo depositaba al otro lado con empujones de mi cabeza.
A continuación empezaba el movimiento: un viaje con las vinajeras para -de nuevo de puntillas- servir vino, hasta que Don Julián, con un pequeño golpe del cáliz contra la pequeña vasija, indicara que era suficiente, aunque aquello debía ser un acto reflejo de Don Julián porque yo le vaciaba casi por completo el contenido y, por lo tanto, me quedaba siempre muy poco para escurrir la vinajera del vino de misa, una vez acabada la misa y ya de vuelta en la sacristía; y el agua para el lavatorio de manos, que debía estar tan fría como la de casa porque el reverendo solamente me dejaba mojarle las puntas de los dedos. Genuflexiones, la palmatoria encendida al lado de los corporales, toques de esquila en la consagración al tiempo que le levantaba la casulla hasta.., -dependía del día-, y a prepararse para darle la comunión a las “Lalitos”. Armado con la bandeja y la palmatoria, me acerqué con Don Julián al reclinatorio donde esperaban ya las hermanas.
- Corpus Cristi. ¡Menos pintada, menos pintada! -, le increpaba el cura al depositar la Hostia en la lengua de la más joven, que se había pasado de carmín en los labios y en ese momento el mismo color del pintalabios se le extendió por toda la cara que cubrió inmediatamente con sus manos.
- Corpus Cristi. ¡Más tapada, más tapada! -, requirió a una feligresa nueva, a la que se adivinaba un pequeño pico de escote en el cuello de una blusa negra. El color del carmín de la joven “Lalitos” se trasladó también al rostro de la infortunada, a la que no volví a ver en la misa de siete y media. A Don Servando no le dijo nada, pero yo me entretuve en rozarle la nuez con la bandeja mientras él esperaba la Hostia con el cuello estirado y la boca abierta.
Recogió Don Julián el cáliz, la patena y los corporales, y yo volví a comprobar el fondo de la vinajera del vino.
- Dóminus vobiscum.
- E cumpiritu tu - respondí.
- Ite, missa est.
- Deo gracias -, contesté ya ufano y con total claridad.

3 comentarios:

  1. Andrés, que esto cada día se pone más interesante, te lo digo yo. Se nota que disfrutas relatando estos recuerdos y eso se transmite enseguida al lector.
    Así es que me lo paso bien viéndote en tus afanes de monaguillo.
    Ya sé que no quieres que haga crítica literaria, ni sé hacerla. Pero leyéndote- no sé por qué- me vienen como destellos de una prosa muy auténtica y muy querida para mí, de cuando leía las aventuras del lazarillo.
    Resumiendo, amigo, que ya me tienes enganchado con tus historias.
    Un fuerte abrazo. Luis

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  2. Querido Andrés: han tenido que pasar unos días para encontrar el momento oportuno, no para ponerte esta nota, sino para leer con calma el relato ¿Sabes por qué? Porque sabía a priori que lo iba a disfrutar.
    Como así ha sido.
    Tú ya sabes mi opinión al respecto.
    Un abrazo

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  3. Entretenida, amena y agradable. Me agradó mucho.👏👏👏

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