Volvía
a casa después de una tarde de domingo en paseos por la calle principal de la
Capital con la pandilla, pandilla totalmente masculina. Había sido el desahogo
para un día festivo alejado de manuales con filosofías de Aristóteles o
Descartes; también abandonado de las traducciones a Cicerón, Tito Livio o de
memorizar el vocabulario de inglés.
Llegaba
ilusionado por habernos cruzado por la misma acera en tres ocasiones con aquel
grupo de chicas.
Era
la ancha acera de aquella calle principal, siempre la misma acera, que
propiciaba la ojeada disimulada al grupo femenino y que, si era coincidente el
cruce de mirada con alguna de ellas, nos propiciaba el pavoneo por el
acontecimiento ante el resto de los acompañantes y proponías otra vuelta más
cantando a Los Brincos o a Adamo.
De
aquella chica me había atraído la melena castaño oscura, muy cuidada, con
flequillo que casi le ocultaba la mirada y le daba una apariencia misteriosa y tímida,
transformando su semblante en seriedad y rigidez corporal al cruzarse con
nosotros. Aquella melena me recordaba el amor platónico por inalcanzable de
Françoise Hardy. E imaginaba un paseo sosegado con ella hablando de… quizá las
asignaturas, sus profesores; los gustos por la música o cantantes de moda, de… Era
igual el tema; soñabas, sentías algo especial por su compañía y no reparabas con
quien te cruzabas… Pero, ni siquiera sabía su nombre.
La
otra acera era igual de ancha; pero solamente la transitábamos para ir alguno
de sus tres cines cuando disponías de algunas pesetas que habías economizado detrayéndolas
de tomar un vermut en “La Casuca”; y buscabas que fuera en programación de
“sesión continua”, dos películas seguidas. También cruzábamos para ver en el
escaparate de Navarro Óptico la carátula del último single de The Beatles; o, en
el otro comercio, en Olalla, los de Los Sirex, The Beach Boys, otro de Grieg…
todos a 45 rpm porque solamente su contemplación te producía placer y evaluabas
su costo para proyectar la compra de alguno con motivo de alguna celebración,
algún cumpleaños. Los long play, los de 33 rpm eran prohibitivos. Fue, por lo
tanto, un lujo que mi hermano hubiera comprado el disco Rubber Soul de The
Beatles que me permitía ponerlo en el tocadiscos para escuchar repetidamente la
canción “Girl”.
Había
sido otro domingo de ilusión con los amigos y, muy a menudo, con sueños por
realizar.