Un
cuadro del tío cura, de Cesar, que cuelga de una de las paredes del vestíbulo
de casa de madre. El tío Cesar escribía, pero también dibujaba y pintaba. Y desde
mi uso de razón ese cuadro ocupa el mismo espacio en la pared, y mil fantasías
en sus torres y arcos han afanado mi mente durante años.
Pero
también realidades.
Ico,
de mediana estatura, muy callado, trasladaba con su presencia la fidelidad y
sumisión a quienes abonaban su sustento por sacristán y campanero de la
Catedral, a los miembros del Cabildo catedralicio.
Ico,
encogido, con un abrigo que parecía grisáceo, de muchos años, con los bolsos
algo raidos que refugiaban sus manos del frio de la madrugada leonesa, esperaba
en el pequeño vestíbulo del edificio de Correos, aledaño a la Catedral, a que
llegara la hora del repiqueteo de campanas.
Tenía
Ico un ritmo muy equilibrado con las campanas: Una sonoridad triste para
momentos de difuntos; acentos alegres, en sinfonía de muchos sonidos para días
pascuales, de fiesta; y en Viernes Santo hacía sonar el carracón al paso de la
Procesión del Entierro.
Posiblemente,
Ico jamás pensó que aquel sonido atronador que producía con las distintas
tonalidades de las campanas en la torre y se oía a kilómetros, era capaz de
encoger o ensanchar el alma de quienes le oíamos. Yo imaginaba a Ico agarrando
con sus manos varias cuerdas de badajos a la vez; incluso, según me contaban,
atándose otra cuerda a la cintura si los muchos toques lo requerían.
He
querido recordar muchas veces las notas, los sonidos que me despertaban en los
primeros días de la Pascua Florida, del inicio de la primavera. Creo que la
fonografía se hubiera enriquecido con aquellos sonidos que creaba Ico.
En
León, en su Catedral, no se hubiera necesitado jamás un famoso jorobado porque
estaba Ico.