lunes, 6 de julio de 2009

UNA CARTA SIN SELLO PARA CRÉMER



Revolví en la estantería del pequeño estudio, rodeado de los amigos de letras y pentagramas que participan de penas y alegrías; donde estás feliz en soledad buscada con cómplices de días contados. Aquella joya mía no tenía que estar enterrada entre otros muchos autores olvidados en las estanterías.

Y no fue necesario que transcurriera un tiempo ganado por compases de adagios de Beethoven para volverme a encontrar con el único libro de poesía –confieso- en el que me he recreado: “El cálido bullicio de la ceniza”.

Algún día de mil novecientos noventa me produjo un vuelco el corazón al encontrar en el buzón del portal un envío que remitía Victoriano Crémer. Fue la misma emoción (¿hoy está de moda este sentimiento o aún mal visto?) que me producían las direcciones y remites manuscritos de las cartas de amores juveniles. Y en la primera hoja de aquel, de este libro, la cariñosa dedicatoria del amigo.
Era un reto tener entre mis manos un libro de poesía del amigo; debía leerlo, disfrutarlo.

Lo ojeé y vi que el compendio de poesías iban dedicas a su mujer: “A Currra, muerta y resucitada todos los días”.
Y, hoy, los primeros versos de “El cálido bullicio de la ceniza” me trasladan al impacto que me produjo la noticia al enterarme de su muerte por un periódico nacional mientras solazaba sobre la arena en una playa asturiana.

“Ni siquiera adiós, esa calida voz que recogemos
de los abajos del alma.

De haber asistido a tu agonía
hubiera intentado hablarte o simplemente
prender en tu corona de muerto esa palabra,
esa calida voz: -¡Adiós! ¡Adiós!- repetida
como respuesta a tu mirada húmeda
de muerto con el agua al cuello, con el agua
hasta los ojos. –Nada puedo hacer por ti,
lo siento…!”


Tienes la sensación de morir también un poco.

Y vuelves a recorrer mentalmente aquellos espacios de antaño en este León compartido, vivido con los que han muerto. Con aquellos que comunicaron con Crémer en actividad periodística de esta ciudad provinciana que producía noticias y crónicas de aconteceres sin trascendencia que, sin embargo, constituían categoría en la vida cotidiana del paisanaje urbano y rural.

Pero vuelves a revivir leyendo más versos:

“Hubo un tiempo en el que los poetas
hablaban el lenguaje del pueblo (“¡esa entelequia!”),
y el pueblo se admiraba y conmovía
sintiéndose entendido y transferido
hasta que alguien gritó: -No es bueno
que el pueblo (“¡esa entelequia!”) tenga lenguaje propio,
es un peligro para las instituciones programadas.”