domingo, 14 de junio de 2009

PARTICIPAR




Participar, avisar, anunciar, notificar, advertir, prevenir, significar, invitar, interesar, comunicar, dar parte, poner en antecedentes, dar aviso…

Con unas letras quiero hacer referencia a un grabado que tengo en mi refugio, en mi pequeño estudio donde suelo relajarme rodeado de algunos libros, viejos en años y ausentes de lectores; y de discos, fundamentalmente de los llamados clásicos.

Es una lámina que veo todos los días, pero a veces la miro; y me reconforta: Hay alguien más que se para a pensar.
Un grabado que me regaló y dedicó Toño Benavides en unas elecciones políticas pasadas, cuando años jóvenes te hacían más idealista y creías que podías aportar, contribuir, colaborar. ¿Los años te vuelven más escéptico o desconfiado? Alguien aportaría estudios concienzudos, datos estadísticos para apoyar o rebatir; no me interesan.

Mi padre me habló en muchas ocasiones de la “Universidad de la Vida”. Él, al que su profesión de periodista le proporcionó muchas relaciones sociales provincianas –se sentía orgulloso cuando me lo contaba-, le gustaba saludar y platicar con los barrenderos de su ciudad; y en aquellos años de mediados del siglo pasado, la referencia, el “coco” para el mal estudiante era terminar en aquella denostada profesión.
Esa misma Universidad me ha enseñado que en la “res pública” permanecen pocos inteligentes, bastantes listos y demasiados espabilados.

…yo solo quería PARTICIPAR con una imagen: Nada más; porque esta imagen, vale más que mil palabras.

jueves, 11 de junio de 2009

Slow



Ya hay una nueva corriente, dicen moderna, que la sociedad comienza a valorar: Slow (tranquilo, sosegado, sereno) ¿Tienen que existir movimientos para que el humano “se apunte”? Parece que es preceptivo, que la moda impone, que se está al día.
Ha habido estos últimos años mucha prisa por llegar a poseer, ostentar, exhibir, exteriorizar… Competitividad, datos, objetivos, tendencias…
Y lo justificaban: “Los tiempos han cambiado”.


Una tarde sabatina de comienzos de primavera, de tiempo que invita a disfrutarlo rodeándote de naturaleza que comienza a despertar.
Me está llamando el espectáculo de La Sobarriba, el entorno paisajístico a la huerta de mi progenitor paterno.


Los perales están cuajados con flor; hay que segar el exceso de hierba en la huerta; la noria con bastante agua augura un verano sin graves problemas para el riego.
Al lado, casi irreconocible, el camino de tierra que transitaban antaño las vacas tirando del carro en transporte de mies recién segada y en el que sus ruedas habían marcado surcos duros y secos en el verano, que se convertían en regueras en el otoño-invierno.


El trigo y la cebada ya proporcionan un espléndido color verde a las tierras ocres y grisáceas que las habían adornado los meses pasados.


Hasta los robles dejan ver en sus ramas los primerizos brotes de nueva vida.

Sosiego, placidez, tranquilidad.

Los días se agrandan en horas de luz, aunque la tarde ya está avanzada.


Y caminas paseando; te detienes ante un cardo, ante una “escoba” con sus ramas repletas de una flor de un amarillo intenso.
Y, algo distanciado, rompiendo el horizonte de la tarde, un árbol de formas naturales y seductoras.


Más colores, más formas en nubes que alardean en esta hora con diferentes figuras a las que contribuye un sol en declive.
Desde la era, en la lejanía, observo la cadena de montañas de siempre, hoy con retazos de nieve aún sobre el gris de la roca…


¿Slow?

miércoles, 10 de junio de 2009

Muchas horas contadas.





Tener necesidad de expresarte, de contar cosas y enfrentarte a un folio en blanco, a la pantalla del ordenador, angustia.

Sin embargo reconforta, tranquiliza y valoras el tiempo y la soledad buscada mientras utilizas algo de lo más preciado en el hombre: La imaginación. Y pones una palabra tras otra, mientras te acompañan los compases de algún compositor ruso o centroeuropeo.
Recuerdas otros tiempos con memoria afectiva.

Evocas aquél salón en casa de la abuela, zona de paso y partidas de julepe en una gran mesa camilla con hogareño brasero en invierno, tapete y ceniceros que sus hijos se encargaban de atiborrar de colillas de cigarrillos, de tabaco de picadura, confeccionados primorosamente a mano. Aquella habitación de vivienda de capellanía incrustada en el enorme edificio del Hospicio, refugio obligado de un batallón de rapaces al cuidado de monjas con unas grandes cofias almidonadas.
Chavales con una infancia en comunidad obligada por vergüenzas sociales, perdonadas al haberles depositado en un torno hospiciano y discreto, que les había servido por unos instantes de cuna en el traspaso a las manos de alguna religiosa de turno.

En aquella estancia, colgado de una de sus paredes, un gran cuadro de la Familia Sagrada era el testigo de los innumerables nietos que visitaban con frecuencia a la abuela y al tío cura.
Y al lado de aquella pintura, el reloj que, en los silencios del cuarto, dejaba oír los segundos que marcaba el pequeño péndulo; y su carillón, que era cantarín y ágil anunciando las horas. Siempre, su última campanada dejaba suspendida durante unos segundos una resonancia en el ambiente que me envolvía.
Su mecánica, perfecta; sin embargo -me lo parecía- los tonos me sonaban distintos en verano, más alegres y ligeros, que en invierno, en el que sentía un ritmo más grave y lento.
Y las incrustaciones que adornaban el entorno de la esfera me recordaban los diferentes colores de los envoltorios de los caramelos con que nos obsequiaba el tío cura; en algunas ocasiones, aquellos embalajes no lograban impedir que restos de picadura de tabaco se unieran al dulce con el que habían compartido espacio en el bolso de su sotana.

Hoy, en una salita de caserón antiguo, este reloj continúa vivo, con más silencios, mimado por las manos de una hija de la abuela.