lunes, 15 de octubre de 2012

“Habéis convertido mi casa en una cueva de ladrones” (cfr. Lc 19, 45-48).



Me han sustraído una parte importante de mi vida; de mi espiritualidad, de la mía. De momentos de sosiego recorriendo pausadamente las naves de la Catedral de León mientras en los pinganillos me acompañaban Haendel, Mozart, Bach, Palestrina…

 Sentarse en un banco y contemplar allí arriba los arcos, las piedras que canteros anónimos dieron forma; y carpinteros para una sillería del coro y herreros que dieron mil formas a rejas. Vidrieros, pintores, orfebres, músicos, arquitectos… Carros de bueyes trayendo la piedra de Boñar o acarreando troncos que sirvieran para el armazón… Y también las mujeres llevando en alforjas de burros las tarteras repletas de un cocido que diera calor y fuerza a aquellos artesanos.
Y una vez concluida, sumisión del pueblo constructor ante la amenaza de condenación al fuego eterno que pregonan las capas pluviales con mitra, o los roquetes sobre la sotana y tocados con bonete. Penitenciario para exculpar de pecados; y deán, fabriquero, ecónomo, canónigo, beneficiado… Y, no lejos, también las barraganas.

 Vuelvo a mi Catedral de León en blanco y negro.

 No me gusta que se haya implantado un fielato para expender una tarjeta de residente o turista, con excusa de mantenimiento, que te permita el acceso; tampoco la exclusiva remunerada para explicaciones de sus rincones, sus vidrieras, sus pinturas, sus tumbas; o el encaminamiento señalizado con cintas que te conduce exclusivamente al servicio religioso. Y tampoco que se haya convertido cada fin de semana en fabrica de bodas con pasarela de modelos ad hoc.

 … y la sigo considerando mía.