jueves, 26 de febrero de 2015

Otra cerveza, por favor.


Entró abstraído con la música de Mark Knopfler que sonaba en sus pinganillos y vio inmediatamente aquella mesa con dos sillas vacías a la que se dirigió sin detener la mirada en quienes iban a compartir espacio con él durante… no tenía tiempo prefijado para  vivirlo.

En un acto reflejo, acostumbrado a hacerlo con frecuencia, se quitó los pinganillos  y, de píe con la mirada en el infinito, intentó adivinar las notas de la composición que llenaban el local. Dedujo que aquella melodía identificaba el estilo y talante de Haydn, aunque no acertaba a saber qué obra podía ser; pero tampoco le importaba.

Colocó el sombrero de paño gris, que delataba muchos inviernos vividos, en la silla vecina y dobló, más bien enroscó la bufanda que dejó caer sobre el sombrero. Con mucho cuidado, sin que tocara el suelo para no interrumpir con el ruido del arrastre el ambiente de silencio, colocó la silla a la distancia justa de la mesa que le permitiera escribir en aquellos folios que se dejaban ver en el bolso de la gabardina. Nunca se quitaba la gabardina que estaba dibujada con unas arrugas marcadas por muchos ratos de silla y con pátina en codos, mangas y cuello que revelaba un uso continuado.

Mientras le servían la habitual cerveza, desvió la vela que adornaba la mesa y le restaba sitio para colocar unos folios doblados que extrajo del bolso de la gabardina y los extendió sobre la misma con un suave prensado de sus manos para alisarlos.  Tomó un sorbo de cerveza y pasó la lengua por los labios para limpiar y saborear la espuma que había quedado en ellos. Detuvo brevemente la mirada en el folio escrito y levantó la vista hacia el techo para, seguidamente, pasar revista a toda la cafetería sin detenerse en ningún lugar especial.

Ahora sonaba “El invierno” de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi… como aquel otro invierno de su niñez cuando iba montado en la yegua con Julia camino a Cil. Después de otro sábado de mercado en la Plaza Mayor, en el que Julia vendía unos huevos, conejos, pichones y algunos kilos de garbanzos, ya anocheciendo recogía y montaba en la yegua, que había quedado estabulada todo el día en casa de la señora Ricarda, después de haber colocado delicadamente en las alforjas dos botellas con aceite y un bacalao que había comprado en la tienda de ultramarinos cercana. Los trancos acompasados de la caballería le repercutían en las nalgas, al vestir pantalón corto, que rozaban con las alforjas y se le irritaban, y el tapabocas que abrigaba del relente y del frío que parecían caer de un cielo estrellado, le acompañaban en el camino para más aventuras en Cil: La llegada y entrada por el gran portalón que daba al corral y que iluminaba Delfino con un farol levantándolo por encima de la cara para evitar tropezar con el carro; la bienvenida con pequeños saltos de los perros, como invitándole a que bajara de la caballería; el mugir de las vacas en la cuadra y el silencio en la de las ovejas… El pequeño corredor sujetado por las columnas de madera que les servían a las vacas para restregarse el cuello; o las cajoneras colgadas en la pared que eran nido para las palomas... y los sacos vacíos y apilados en espera de utilizarse para llevar el trigo o el centeno al molino.

-          Otra cerveza? –le preguntó la camarera.
Levantó la cabeza que tenía inclinada sobre el papel y, aún abstraído, miró la copa vacía y el reloj de pié para comprobar la eternidad que había transcurrido y se dirigió a la camarera:

-          Otra cerveza, por favor.