Entró
abstraído con la música de Mark Knopfler que sonaba en sus pinganillos y vio
inmediatamente aquella mesa con dos sillas vacías a la que se dirigió sin
detener la mirada en quienes iban a compartir espacio con él durante… no tenía
tiempo prefijado para vivirlo.
En un acto
reflejo, acostumbrado a hacerlo con frecuencia, se quitó los pinganillos y, de píe con la mirada en el infinito,
intentó adivinar las notas de la composición que llenaban el local. Dedujo que aquella
melodía identificaba el estilo y talante de Haydn, aunque no acertaba a saber qué
obra podía ser; pero tampoco le importaba.
Colocó el
sombrero de paño gris, que delataba muchos inviernos vividos, en la silla
vecina y dobló, más bien enroscó la bufanda que dejó caer sobre el sombrero. Con
mucho cuidado, sin que tocara el suelo para no interrumpir con el ruido del
arrastre el ambiente de silencio, colocó la silla a la distancia justa de la
mesa que le permitiera escribir en aquellos folios que se dejaban ver en el
bolso de la gabardina. Nunca se quitaba la gabardina que estaba dibujada con unas
arrugas marcadas por muchos ratos de silla y con pátina en codos, mangas y
cuello que revelaba un uso continuado.
Mientras le
servían la habitual cerveza, desvió la vela que adornaba la mesa y le restaba
sitio para colocar unos folios doblados que extrajo del bolso de la gabardina y
los extendió sobre la misma con un suave prensado de sus manos para alisarlos. Tomó un sorbo de cerveza
y pasó la lengua por los labios para limpiar y saborear la espuma que había
quedado en ellos. Detuvo brevemente la mirada en el folio escrito y levantó la
vista hacia el techo para, seguidamente, pasar revista a toda la cafetería sin
detenerse en ningún lugar especial.
Ahora sonaba “El
invierno” de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi… como aquel otro invierno de su
niñez cuando iba montado en la yegua con Julia camino a Cil. Después de otro sábado de mercado en la Plaza Mayor, en el que Julia vendía
unos huevos, conejos, pichones y algunos kilos de garbanzos, ya anocheciendo recogía y montaba
en la yegua, que había quedado estabulada todo el día en casa de la señora Ricarda, después de haber colocado delicadamente
en las alforjas dos botellas con aceite y un bacalao que había comprado en la
tienda de ultramarinos cercana. Los trancos acompasados de la caballería le repercutían
en las nalgas, al vestir pantalón corto, que rozaban con las alforjas y se le irritaban, y el tapabocas
que abrigaba del relente y del frío que parecían caer de un cielo
estrellado, le acompañaban en el camino para más aventuras en Cil: La llegada y
entrada por el gran portalón que daba al corral y que iluminaba Delfino con un
farol levantándolo por encima de la cara para evitar tropezar con el carro; la bienvenida con pequeños saltos de
los perros, como invitándole a que bajara de la caballería; el mugir de las
vacas en la cuadra y el silencio en la de las ovejas… El pequeño corredor sujetado
por las columnas de madera que les servían a las vacas para restregarse el
cuello; o las cajoneras colgadas en la pared que eran nido para las palomas... y
los sacos vacíos y apilados en espera de utilizarse para llevar el trigo o el
centeno al molino.
-
Otra cerveza? –le preguntó la camarera.
Levantó la
cabeza que tenía inclinada sobre el papel y, aún abstraído, miró la copa vacía
y el reloj de pié para comprobar la eternidad que había transcurrido y se dirigió a la camarera:
-
Otra cerveza, por favor.
D Andrés debería escribir un poco más. Gracias
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