sábado, 26 de diciembre de 2009

Son otros tiempos



El humo se ha escapado desde la cocina y ha invadido toda la casa; llega también a mi refugio –mi estudio- mientras pretendo un período señalado del año en tranquilidad de lectura y música. Huele a dulce, huele a Navidad.
Mi mente no puede establecer un orden en todas las imágenes que van brotando de navidades pasadas; y se mezclan las nostalgias infantiles personales con las horas dedicadas después, en las mismas fechas, a tus hijos pretendiendo darles felicidad en lugar de dejarles ser felices. Y analizas la tremenda diferencia producida entre tu juventud y la tus hijos; el contraste de, posiblemente sin saberlo, antaño transmitir la felicidad sin dinero, y ahora intentar comprarla.

Esos amarguillos y coquitos que se han cocido en el horno de una cocina eléctrica no son iguales que aquellas magdalenas y pastas con grasa de cerdo que se fabricaban en el fogón de la cocina económica, pero mantienen el cariño de su elaboración.
Aquel tren de cuerda que te embelesaba mientras lo mirabas en el escaparate y que te obligaba a paseos y ratos de ilusión mientras mirabas a través del cristal de la tienda, y que sería el juguete primordial en tu carta a la Reyes Magos que sin embargo Sus Majestades siempre olvidaban, hoy lo superan reproducciones móviles con mandos a distancia o maquinitas con mil juegos para uso individual, que aíslan, y un sinfín de monstruos que terminan amontonados en el armario donde están olvidados los de año anterior.

Ya no hay brisca ni filandón porque la “caja tonta”, los mil canales de televisión ya te han sustituido en el envite del “tute subastao”, y la conversación calmada de sobremesa la desplaza una superproducción, que interrumpen con el recuerdo machacón que te incita a más compra, a más gasto, a que “seas más feliz”.

Concluyes que, en este “son otros tiempos”, no eres dichoso porque no sigues el dictado o la rueda establecida, que estás fuera del sistema de comprar la felicidad. Pero no te deprimes: Te pertrechas para el frío, sales a la calle en busca de contracorriente de compras y recorres callejuelas sin luces de neón ni agobios de transeúntes mientras suenan en tus “pinganillos” el “Christmas Oratorio” de Bach.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Cartero Rural



Fue un pequeño cuadro con escena de campo veraniego en siega y acarreo de mies, una miniatura que estaba colgada en aquel enorme portal -mitad zaguán, mitad patio- de un no menos gran caserón, el que transportó mis recuerdos a aquellas vacaciones infantiles en Villatriz reviviendo rincones, tipos y escenas en blanco y negro. Sentí una agradable nostalgia y quise soñar en color...
Pero Don Pedro, el cura, ya no espera en las mañanas de verano, después del “ite, missa est” y refugiado a la sombra de la parra que cubría la entrada de la casa rectoral, la llegada de Celestino, el Cartero. Todos los días Celestino, a lomos de su burra, con la boina calada hasta las cejas y la valija de cuero colgada en bandolera, le entregaba al reverendo con una pequeña venia las noticias urgentes del periódico de la provincia, aquél Diario que servía de guión para la tertulia con el veraneante capitalino y el veterinario.
Tampoco Dolores, la viuda de Inocencio, escudriña tras los amarillentos visillos de la ventana de la cocina la presencia de Celestino delatada por el sonido rítmico de las pisadas del cuadrúpedo; y es que para Dolores, aquel esperado sobre con caligráfica dirección filial y matasellos alemán, suponía frustración si la burra no se detenía o ilusión si oía a Fidel gritar su nombre.

Hoy, Don Pedro recorre con prisa los titulares de prensa en la Residencia clerical y capitalina, y reparte cuatro misas dominicales para vivos y difuntos en pueblos del alfoz. Ya no hay escuela; y en el Camposanto, cerca de la tumba de Dolores e Inocencio está la de Celestino.
Pero en Villatriz los veranos se siguen vistiendo de amarillo y los inviernos, a veces, de blanco.
Ahora es Miguel, “Miguel el Cartero”, quien llega todos los días en coche desde la capital con el periódico para Don Arturo, el jubilado de banca que inmigró para intentar recordar en cada rincón de Villatriz una infancia feliz. Y Teresa, como Dolores, también espera con ilusión las noticias de su hija becaria en Erasmus francés; y para Gumersindo las revistas del campo y la publicidad de maquinaria agrícola y de piensos enriquecidos...
Hoy en Villatriz no se oye la cornamusa, ni el sonido rítmico de los trancos de la burra de Celestino; pero para Arturo, Teresa y Gumersindo el rugido diesel del coche de “Miguel el Cartero” les anuncia la visita diaria de las noticias urgentes sin prisas, la esperanza del sobre con matasello francés o los nuevos precios de los piensos.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Hacerse el tonto o ser tonto




“Pan y circo”, le contestaba entre escéptico y cabreado a un amigo, “y he perdido la fe”.
“O sea, que te has hecho agnóstico, ateo”, me respondió.
A lo que, empleando la ironía, le recité la definición del catecismo del Padre Astete: “La fe es creer aquello que no vimos” y mi ateismo viene dado por lo contrario, por comprobar que es un error lo que creía.

Confías tu deseo político-social, tu voto en personas que deciden por ti y marcan las normas de convivencia; pero compruebas que invocan al pragmatismo político para demostrarte el poder que les has conferido. Primero ese Poder lo asientan personalmente y exhiben, y a continuación aplican el catecismo de Maquiavelo intentando vender que cualquier medio que se utilice está justificado si se llega a conseguir su objetivo -no el tuyo- final: continuar.

Y no importan ni vidas, ni haciendas, ni conciencias.
Y ejecutan, dan pábulo y apoyan más “Pan y circo”.
Y siembran migajas entre los escasos administrando el “tírame pan y llámame perro”.
Y conjugan escrúpulos crematísticos con clérigos que alardean de enfrentamiento con el Poder por la moral y las buenas costumbres.
Y pactan por debajo del tapete componendas con adversarios para que no creen alarma social.
Y forman piña entre ellos tapándose las vergüenzas y enalteciendo logros.
Y manipulan.
Y conceptúan a sus ¿lacayos o administrados? como tontos, con falta de criterio para comprender sus desvelos y acciones encaminadas a conservar la suprema patria y socorrer con agasajos a los humildes.

Y no hay color, no hay colores: amarillo, rojo, azul, verde… “Todos a una…”

miércoles, 30 de septiembre de 2009

¿Las comparaciones son siempre odiosas?








Alguien puede esperar un comentario relativo a esa foto “colgada”.
Pero no es mi intención.

Se puede contemplar, ver, imaginar también hace años a aldeanos en algún pueblo…
Una cocina económica testigo de guisos y comentarios en aquella España…

Hoy, aún en este mundo globalizado…

(vete a este enlace y encontrarás la explicación)

http://www.soitu.es/soitu/2009/09/30/actualidad/1254307789_113189.html?id=203a3a9c50378381eed4a7094562152e&tm=1254514043

lunes, 6 de julio de 2009

UNA CARTA SIN SELLO PARA CRÉMER



Revolví en la estantería del pequeño estudio, rodeado de los amigos de letras y pentagramas que participan de penas y alegrías; donde estás feliz en soledad buscada con cómplices de días contados. Aquella joya mía no tenía que estar enterrada entre otros muchos autores olvidados en las estanterías.

Y no fue necesario que transcurriera un tiempo ganado por compases de adagios de Beethoven para volverme a encontrar con el único libro de poesía –confieso- en el que me he recreado: “El cálido bullicio de la ceniza”.

Algún día de mil novecientos noventa me produjo un vuelco el corazón al encontrar en el buzón del portal un envío que remitía Victoriano Crémer. Fue la misma emoción (¿hoy está de moda este sentimiento o aún mal visto?) que me producían las direcciones y remites manuscritos de las cartas de amores juveniles. Y en la primera hoja de aquel, de este libro, la cariñosa dedicatoria del amigo.
Era un reto tener entre mis manos un libro de poesía del amigo; debía leerlo, disfrutarlo.

Lo ojeé y vi que el compendio de poesías iban dedicas a su mujer: “A Currra, muerta y resucitada todos los días”.
Y, hoy, los primeros versos de “El cálido bullicio de la ceniza” me trasladan al impacto que me produjo la noticia al enterarme de su muerte por un periódico nacional mientras solazaba sobre la arena en una playa asturiana.

“Ni siquiera adiós, esa calida voz que recogemos
de los abajos del alma.

De haber asistido a tu agonía
hubiera intentado hablarte o simplemente
prender en tu corona de muerto esa palabra,
esa calida voz: -¡Adiós! ¡Adiós!- repetida
como respuesta a tu mirada húmeda
de muerto con el agua al cuello, con el agua
hasta los ojos. –Nada puedo hacer por ti,
lo siento…!”


Tienes la sensación de morir también un poco.

Y vuelves a recorrer mentalmente aquellos espacios de antaño en este León compartido, vivido con los que han muerto. Con aquellos que comunicaron con Crémer en actividad periodística de esta ciudad provinciana que producía noticias y crónicas de aconteceres sin trascendencia que, sin embargo, constituían categoría en la vida cotidiana del paisanaje urbano y rural.

Pero vuelves a revivir leyendo más versos:

“Hubo un tiempo en el que los poetas
hablaban el lenguaje del pueblo (“¡esa entelequia!”),
y el pueblo se admiraba y conmovía
sintiéndose entendido y transferido
hasta que alguien gritó: -No es bueno
que el pueblo (“¡esa entelequia!”) tenga lenguaje propio,
es un peligro para las instituciones programadas.”

domingo, 14 de junio de 2009

PARTICIPAR




Participar, avisar, anunciar, notificar, advertir, prevenir, significar, invitar, interesar, comunicar, dar parte, poner en antecedentes, dar aviso…

Con unas letras quiero hacer referencia a un grabado que tengo en mi refugio, en mi pequeño estudio donde suelo relajarme rodeado de algunos libros, viejos en años y ausentes de lectores; y de discos, fundamentalmente de los llamados clásicos.

Es una lámina que veo todos los días, pero a veces la miro; y me reconforta: Hay alguien más que se para a pensar.
Un grabado que me regaló y dedicó Toño Benavides en unas elecciones políticas pasadas, cuando años jóvenes te hacían más idealista y creías que podías aportar, contribuir, colaborar. ¿Los años te vuelven más escéptico o desconfiado? Alguien aportaría estudios concienzudos, datos estadísticos para apoyar o rebatir; no me interesan.

Mi padre me habló en muchas ocasiones de la “Universidad de la Vida”. Él, al que su profesión de periodista le proporcionó muchas relaciones sociales provincianas –se sentía orgulloso cuando me lo contaba-, le gustaba saludar y platicar con los barrenderos de su ciudad; y en aquellos años de mediados del siglo pasado, la referencia, el “coco” para el mal estudiante era terminar en aquella denostada profesión.
Esa misma Universidad me ha enseñado que en la “res pública” permanecen pocos inteligentes, bastantes listos y demasiados espabilados.

…yo solo quería PARTICIPAR con una imagen: Nada más; porque esta imagen, vale más que mil palabras.

jueves, 11 de junio de 2009

Slow



Ya hay una nueva corriente, dicen moderna, que la sociedad comienza a valorar: Slow (tranquilo, sosegado, sereno) ¿Tienen que existir movimientos para que el humano “se apunte”? Parece que es preceptivo, que la moda impone, que se está al día.
Ha habido estos últimos años mucha prisa por llegar a poseer, ostentar, exhibir, exteriorizar… Competitividad, datos, objetivos, tendencias…
Y lo justificaban: “Los tiempos han cambiado”.


Una tarde sabatina de comienzos de primavera, de tiempo que invita a disfrutarlo rodeándote de naturaleza que comienza a despertar.
Me está llamando el espectáculo de La Sobarriba, el entorno paisajístico a la huerta de mi progenitor paterno.


Los perales están cuajados con flor; hay que segar el exceso de hierba en la huerta; la noria con bastante agua augura un verano sin graves problemas para el riego.
Al lado, casi irreconocible, el camino de tierra que transitaban antaño las vacas tirando del carro en transporte de mies recién segada y en el que sus ruedas habían marcado surcos duros y secos en el verano, que se convertían en regueras en el otoño-invierno.


El trigo y la cebada ya proporcionan un espléndido color verde a las tierras ocres y grisáceas que las habían adornado los meses pasados.


Hasta los robles dejan ver en sus ramas los primerizos brotes de nueva vida.

Sosiego, placidez, tranquilidad.

Los días se agrandan en horas de luz, aunque la tarde ya está avanzada.


Y caminas paseando; te detienes ante un cardo, ante una “escoba” con sus ramas repletas de una flor de un amarillo intenso.
Y, algo distanciado, rompiendo el horizonte de la tarde, un árbol de formas naturales y seductoras.


Más colores, más formas en nubes que alardean en esta hora con diferentes figuras a las que contribuye un sol en declive.
Desde la era, en la lejanía, observo la cadena de montañas de siempre, hoy con retazos de nieve aún sobre el gris de la roca…


¿Slow?

miércoles, 10 de junio de 2009

Muchas horas contadas.





Tener necesidad de expresarte, de contar cosas y enfrentarte a un folio en blanco, a la pantalla del ordenador, angustia.

Sin embargo reconforta, tranquiliza y valoras el tiempo y la soledad buscada mientras utilizas algo de lo más preciado en el hombre: La imaginación. Y pones una palabra tras otra, mientras te acompañan los compases de algún compositor ruso o centroeuropeo.
Recuerdas otros tiempos con memoria afectiva.

Evocas aquél salón en casa de la abuela, zona de paso y partidas de julepe en una gran mesa camilla con hogareño brasero en invierno, tapete y ceniceros que sus hijos se encargaban de atiborrar de colillas de cigarrillos, de tabaco de picadura, confeccionados primorosamente a mano. Aquella habitación de vivienda de capellanía incrustada en el enorme edificio del Hospicio, refugio obligado de un batallón de rapaces al cuidado de monjas con unas grandes cofias almidonadas.
Chavales con una infancia en comunidad obligada por vergüenzas sociales, perdonadas al haberles depositado en un torno hospiciano y discreto, que les había servido por unos instantes de cuna en el traspaso a las manos de alguna religiosa de turno.

En aquella estancia, colgado de una de sus paredes, un gran cuadro de la Familia Sagrada era el testigo de los innumerables nietos que visitaban con frecuencia a la abuela y al tío cura.
Y al lado de aquella pintura, el reloj que, en los silencios del cuarto, dejaba oír los segundos que marcaba el pequeño péndulo; y su carillón, que era cantarín y ágil anunciando las horas. Siempre, su última campanada dejaba suspendida durante unos segundos una resonancia en el ambiente que me envolvía.
Su mecánica, perfecta; sin embargo -me lo parecía- los tonos me sonaban distintos en verano, más alegres y ligeros, que en invierno, en el que sentía un ritmo más grave y lento.
Y las incrustaciones que adornaban el entorno de la esfera me recordaban los diferentes colores de los envoltorios de los caramelos con que nos obsequiaba el tío cura; en algunas ocasiones, aquellos embalajes no lograban impedir que restos de picadura de tabaco se unieran al dulce con el que habían compartido espacio en el bolso de su sotana.

Hoy, en una salita de caserón antiguo, este reloj continúa vivo, con más silencios, mimado por las manos de una hija de la abuela.

domingo, 12 de abril de 2009

10 de Abril de 2009



Es tarde fría de mi Viernes Santo. He procesionado a cara descubierta, contracorriente de gentes que se agolpan para ver el espectáculo de papones con túnicas de terciopelo rojo y capas de raso de las que cuelgan grandes medallones bordados que advierten de su cofradía, de su tribu.

Me molesta ya tanto “porrompompon” y “tarari tití”, que me engancho al iPod donde tengo enlatadas innumerables corales de Bach.

Pero tengo que esperar al sábado para perderme por calles desiertas que ayer rezumaban bullicio urbano y rural; también del alboroto de cofrades forasteros -muchos antisistema- de un “Genarín” prostituido con imitación de procesión religiosa y disculpa para terminar al alba impregnados de alcohol.

Dudo continuar poniendo una palabra tras otra…

¿Quieres acompañarme?...

jueves, 9 de abril de 2009

Yo también firmo.





Un buen amigo me ha remitido a:

ANTE LA CRISIS ECLESIAL

Somos conscientes de que este escrito es un procedimiento extraordinario, pero nos parece que también es extraordinaria la causa que lo motiva: la pérdida de credibilidad de la institución católica que, en buena parte, es justificada y que los medios de comunicación han convertido ya en oficial, está alcanzando cotas preocupantes. Este descrédito puede servir de excusa a muchos que no quieren creer, pero es también causa de dolor y desconcierto para muchos creyentes. A ellos nos dirigimos principalmente.

1.- La Iglesia fue definida desde antiguo como santa y pecadora, “casta prostituta”. Crisis graves no han faltado nunca en su historia, y la actual puede dolernos pero no sorprendernos. Toda crisis es siempre una oportunidad de crecimiento, si sabemos en estos momentos “no avergonzarnos del Evangelio” y amar a nuestra madre. Sabiendo que el amor a una madre enferma no consiste en negar o disimular su enfermedad sino en sufrir con ella y por ella. Si deseamos una Iglesia mejor no es para militar en el club de los mejores, sino porque el evangelio de Dios en Jesucristo se la merece.

2.- No hay aquí espacio para largos análisis, pero parece claro que la causa principal de la crisis es la infidelidad al Vaticano II y el miedo ante las reformas que exigía a la Iglesia. Ya durante el Concilio se hicieron durísimas críticas a la curia romana. Más tarde Pablo VI intentó poner en marcha una reforma de esa curia, que ésta misma bloqueó. Es muy fácil después convertir a un papa concreto en cabeza de turco de los fallos de la Curia. Por eso preferimos expresar desde aquí nuestra solidaridad con Benedicto XVI, a nivel personal y a pesar de las diferencias que puedan existir a niveles ideológicos: porque sabemos que los papas no son más que pobres hombres como todos nosotros, que no deben ser divinizados. Y que si algún error grave se cometió en todos los pontificados anteriores fue precisamente el dejar bloqueada esa urgente reforma del entorno papal.

3.- Una de las consecuencias de ese bloqueo es el injusto poder de la curia romana sobre el colegio episcopal, que deriva en una serie de nombramientos de obispos al margen de las iglesias locales, y que busca no los pastores que cada iglesia necesita, sino peones fieles que defiendan los intereses del poder central y no los del pueblo de Dios. Ello tiene dos consecuencias cada vez más perceptibles: una es la doble actitud de mano tendida hacia posturas lindantes con la extrema derecha autoritaria (aunque sean infieles al evangelio e incluso ateas), y de golpes inmisericordes contra todas las posturas afines a la libertad evangélica, a la fraternidad cristiana y a la igualdad entre todos los hijos e hijas de Dios, tan clamorosamente negada hoy. Otra consecuencia es la incapacidad para escuchar, que hace que la institución esté cometiendo ridículos mayores que los del caso Galileo (pues éste, aunque tenía razón en su intuición sobre el movimiento de los astros, no la tenía en sus argumentos; mientras que hoy la ciencia parece suministrar datos que la Curia prefiere desconocer: por ejemplo en problemas referentes al inicio y al fin de la vida). La proclamada síntesis entre fe y razón se ve así puesta en entredicho.

4.- Pero más allá de los diagnósticos, quisiéramos ayudar a actitudes de fe animosa y paciente para estas horas negras del catolicismo romano. Dios es más grande que la institución eclesial, y la alegría que brota del Evangelio capacita hasta para cargar con esos pesos muertos. No vamos a romper con la Iglesia, ni aunque hayamos de soportar las iras de parte de su jerarquía. Pero tememos la lección que nos dejó la historia: las dos veces en que el clamor por una reforma de la Iglesia fue universal y desoído por Roma, están relacionadas con las dos grandes rupturas del cristianismo: la de Focio y la de Lutero. Ello no significa que la ruptura fuese legítima: sólo queremos decir que no pueden tensarse las cuerdas demasiado. Tampoco vamos a romper, porque la Iglesia a la que amamos es mucho más que la curia romana: sabemos bien que apenas hay infiernos en esta tierra donde no destaque la presencia callada de misioneros, o de cristianos que dan al mundo el verdadero rostro de la Iglesia.

5.- Durante gran parte de su historia, la Iglesia fue una plataforma de palabra libre. Hoy nadie creerá que un santo tan amable como Antonio de Padua pudiera predicar públicamente que mientras Cristo había dicho “apacienta mis ovejas”, los obispos de su época se dedicaban a ordeñarlas o trasquilarlas. Ni que el místico san Bernardo escribiera al papa que no parecía sucesor de Pedro sino de Constantino, para seguir peguntando: “¿hacían eso san Pedro o San Pablo? Pero ya ves cómo se pone a hervir el celo de los eclesiásticos para defender su dignidad”. Y terminar diciendo: “se indignan contra mí y me mandan cerrar la boca diciendo que un monje no tiene por qué juzgar a los obispos. Más preferiría cerrar los ojos para no ver lo que veo”... Precisamente comentando este tipo de palabras, escribía en 1962 el papa actual (en un artículo titulado “libertad de espíritu y obediencia”): “¿es señal de que han mejorado los tiempos si los teólogos de hoy no se atreven a hablar de esa forma? ¿O es una señal de que ha disminuido el amor, que se ha vuelto apático y ya no se atreve a correr el riesgo del dolor por la amada y para ella?”. Así quisiéramos hablar: no nos sentimos superiores, pues conocemos bien, en nosotros mismos, cuál es la hondura del pecado humano. La Escritura, hablando de los grandes profetas, enseña que su destino no es el protagonismo sino la incomprensión; y ante eso nos obligan las palabras del apóstol Pablo: “si nos ultrajan bendeciremos, si nos persiguen aguantaremos, si nos difaman rogaremos”. Pero nos sentimos llamados a gritar porque también hay allí una imprecación impresionante que tememos tenga aplicación a nuestro momento actual: “¡por vuestra causa es blasfemado el nombre de Dios entre las gentes!”. “Fijos los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe” sabemos que podemos superar estos momentos duros sin perder la paciencia ni el buen humor ni el amor hacia todos, incluidos aquellos cuyo gobierno pastoral nos sentimos obligados a criticar. Este es el testimonio que quisiéramos dar con estas líneas.


...y yo tambien firmo.

domingo, 22 de febrero de 2009

¿Viejo?; no, antiguo.




Un rincón auténtico en su arquitectura, de muchos años, discreto para viandantes en tráfago social de ir no sé dónde. Vigas de madera y adobe que las sustentan, y atestiguan tiempos vividos.


Unas notas de composiciones de guitarra, enlatadas en un Ipod, sustituyen los acordes que antaño se escapaban a través de los ventanucos, debajo de la gran viga que sustenta la pared.
Eran tiempos de utopía de vida a través de los acordes de The Beatles, “Romance Anónimo”, “Malagueña”, Adamo, Hardy… Rasguear las cuerdas de aquella guitarra que hoy continúa ocupando un lugar preferente en mi pequeño estudio.

Pocos años antes, detrás de aquella pared de barro, de aquellos ventanucos se desarrollaba la vida familiar de almuerzo a la una de la tarde, deberes de colegio, rosario vespertino en familia con letanía en Latín, y vuelta a la cama con pijama heredado sobre calzón y camiseta con manga en felpa.

“Es una casa vieja”, decía John, americano llegado en intercambio colegial.
“Antigua”, le respondí, “con más años que la nación Norteamericana”.

domingo, 8 de febrero de 2009

Una tarde distinta.



Había expectación en Cil ante la llegada de don Enrique, el médico.
Eufrasio, el hijo del Tío Benito, se había acercado por la mañana a Fresno para dar aviso de que el niño de la Teresa tenía una gran calentura .

Todos los rapaces, que ya habíamos salido de la escuela, corríamos dando gritos por la Calle, como los vencejos sobre las ruinas del castillo del cerro.
Era una tarde diferente ante llegada del médico, a quien tendríamos que saludar con un “Buenas tardes, don Enrique”, como nos había ordenado doña Adelaida, la maestra.

El viejo Santiago, que se encontraba vigilante en la esquina de su casa, sentado en el poyo y recostado sobre dos cachas de las que se valía para su cojera, se incorporó y comenzó a blandir la derecha como anuncio de la llegada del jinete.

Aquella figura del galeno con sombrero, grandes bigotes y botas de montar sobre un caballo ensillado y con estribos, más grande que la yegua de Antolin, nos impresionaba tanto como la pareja de la Guardia Civil sobre sus monturas en los habituales recorridos por el pueblo.

El bullicio se tornó en silencio respetuoso a la vez que dejábamos libre el centro de La Calle, que así la llamábamos, como cuando sacaban en procesión la Virgen de la Mies en la fiesta de agosto.
Un tímido “Buenas tardes, don Enrique” de Joaquín, que ya era casi mozo, nos dio entrada a todos los demás que coreamos la misma salutación; el médico nos devolvió la cortesía con una leve inclinación de cabeza, al tiempo que detenía la cabalgadura.
- Has crecido mucho Pedro, le dijo Don Enrique.
- Si señor, respondió “Perico” agachando la cabeza y enrojeciendo como los tomates de su huerta.

Hicimos comitiva y nos encaminamos a casa de la Teresa.
El primero, don Enrique, al que acompañaba el Eufrasio; luego nosotros y, por último, el Tío Santiago renqueante y esquivando los guijarros de la Calle.
La Teodora, la Angustias y la Faustina, ya formaban el comité de recepción en la puerta de casa del enfermo.
El galeno desmontó, ató el ronzal del cuadrúpedo a la reja de la ventana, cogió el maletín de cuero que colgaba de la silla de montar y entró decidido en la casa seguido de las tres mujeres.
Con un leve murmullo, todos los rapaces nos agolpamos en la ventana enrejada donde se encontraba la estancia del paciente y seguimos con curiosidad todos los movimientos que se producían.

sábado, 17 de enero de 2009

El monaguillo




Una galleta como premio, detraída del ágape matinal de mi padre, era la promesa diaria de mi madre y el estímulo suficiente para abandonar el confortable rebujo del colchón de lana, las calientes mantas y a mi hermano, calefactor compañero de sueños diarios. Mis seis años y otra mañana más; quizás un martes. Madrugada oscura y fría de un febrero del cincuenta y...

La luz tenue que desprendía la bombilla a través de un plafón de cristal adornado con bajorrelieves de frutas, iluminaba lo suficiente la pequeña habitación para que, con movimientos rutinarios me introdujera en el pantalón corto -sin bragueta- que me obligaba a orinar buscando el pito por la pernera; a ajustarme los tirantes sobre una camiseta de felpa menguada de mangas y talle por los muchos lavados y el paso del tiempo; aunque una camisa y un jersey gris heredados de mi hermano compensaban la parquedad de la prenda interior. Y completaba el atuendo con calcetines largos de lana, que descansaban desde ayer a los pies de la cama, sujetos con pequeñas ligas disimuladas con dobleces, y los zapatos negros con motas marrones de barro.
La continencia nocturna me empujó precipitadamente al water.
- Mea dentro -, fue la recomendación de mi madre ante la potencia con que se descargaba mi vejiga.
Ya de puntillas, frente al lavabo, logré mojar con un agua olvidada del calor del termo de una cocina económica las palmas de las manos que inmediatamente acariciaron las mejillas al tiempo que me estremecía y resoplaba. Con los ojos cerrados, tanteé en busca de la toalla y encontré las manos de mi madre que me orientaron de nuevo hacia el grifo.
- Con jabón; las legañas, las orejas...
Me atusé el pelo rebelde con el peine y la mano, sobre todo el flequillo que apuntaba siempre hacia delante. Dos ágiles botes ante el espejo para contemplar aquella obra me mostraron la misma raya quebrada de todos los días.



Don Julián, que tenía la misa de siete y media, no esperaba.
Era canónigo grueso, de sotana con brillos en codos y bocamangas, amen de otras lámparas diseminadas por la negra geografía de la sotana que harían innecesario encender las dos velas de la capilla de la Virgen; remataba su oronda figura y cubría su escaso pelo con un bonete de puntas raídas y color casi negro; pero el amito, el alba, el cíngulo, la estola, el manípulo y la casulla daban prestancia al Reverendo en la gran Basílica románica, impregnada en aquella hora de penumbra y sombras que se agitaban por el flamear de alguna vela en espera de liturgia.
Mi presencia en la sacristía le hizo volver ligeramente la cabeza al tiempo que intentaba alcanzar con una mano por la espalda el cíngulo que pendía de la otra. Me acerqué solícito y, después de tres intentos en los que le arrimaba el cordón hasta que tocaba sus dedos y se lo retiraba disfrutando con la agitación de su mano, logró ceñirse y remangarse un poco el alba. Mi ropón granate, que era comparable a una puesta de sol veraniega con un cielo sembrado de estrellas por las muchas pintas de cera de vela que se habían incrustado en la apretada lana, completado con un roquete con pruebas delatoras de vinajeras escurridas, perfeccionaron la procesión litúrgica camino del altar. Había que atravesar la pequeña capilla del Cristo, un Crucificado de tamaño casi real, rodeado de una oscuridad fantasmagórica, que me hacía apurar el paso y mirar de soslayo esperando que, en alguna ocasión, aquella figura se quejara o moviera.
- In nómine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen. Introibo ad altáre Dei -, rezó Don Julián seseando y esparciendo pequeñas motas de saliva sobre la mesa sagrada.
- Ad Deu mmnim mea -, contesté regulando la voz para que no se notara que solo sabía el comienzo y el final; aunque más complicado aún me resultaba rezar el “Confiteor”: con la cabeza inclinada y el fiador del roquete retozando entre mis dedos, mascullé palabras ininteligibles durante más tiempo para terminar con un “. . .Deum nostrum”.
Mientras el clérigo leyó la epístola, yo volví la cabeza para controlar si estaban las “Lalitos”, dos hermanas solteronas asiduas a la misa de Don Julián, retocadas con velo -por supuesto- y misales que dejaban ver sus cantos dorados. Sí, estaban allí, arrodilladas en reclinatorios individuales como signo de distinción. Pero un carraspeo y la mirada de Don Julián me recriminaron la distracción al tiempo que señalaba el misal porque era el momento del evangelio; es decir, la odisea diaria para el cambio de derecha a izquierda en el altar del atril con misal incluido. ¡Qué atril y qué misal!, debían pesar una arroba: De puntillas lo arrastraba y recogía con gran dificultad, lo transportaba con apurado equilibrio entre los brazos y la cara, y lo depositaba al otro lado con empujones de mi cabeza.
A continuación empezaba el movimiento: un viaje con las vinajeras para -de nuevo de puntillas- servir vino, hasta que Don Julián, con un pequeño golpe del cáliz contra la pequeña vasija, indicara que era suficiente, aunque aquello debía ser un acto reflejo de Don Julián porque yo le vaciaba casi por completo el contenido y, por lo tanto, me quedaba siempre muy poco para escurrir la vinajera del vino de misa, una vez acabada la misa y ya de vuelta en la sacristía; y el agua para el lavatorio de manos, que debía estar tan fría como la de casa porque el reverendo solamente me dejaba mojarle las puntas de los dedos. Genuflexiones, la palmatoria encendida al lado de los corporales, toques de esquila en la consagración al tiempo que le levantaba la casulla hasta.., -dependía del día-, y a prepararse para darle la comunión a las “Lalitos”. Armado con la bandeja y la palmatoria, me acerqué con Don Julián al reclinatorio donde esperaban ya las hermanas.
- Corpus Cristi. ¡Menos pintada, menos pintada! -, le increpaba el cura al depositar la Hostia en la lengua de la más joven, que se había pasado de carmín en los labios y en ese momento el mismo color del pintalabios se le extendió por toda la cara que cubrió inmediatamente con sus manos.
- Corpus Cristi. ¡Más tapada, más tapada! -, requirió a una feligresa nueva, a la que se adivinaba un pequeño pico de escote en el cuello de una blusa negra. El color del carmín de la joven “Lalitos” se trasladó también al rostro de la infortunada, a la que no volví a ver en la misa de siete y media. A Don Servando no le dijo nada, pero yo me entretuve en rozarle la nuez con la bandeja mientras él esperaba la Hostia con el cuello estirado y la boca abierta.
Recogió Don Julián el cáliz, la patena y los corporales, y yo volví a comprobar el fondo de la vinajera del vino.
- Dóminus vobiscum.
- E cumpiritu tu - respondí.
- Ite, missa est.
- Deo gracias -, contesté ya ufano y con total claridad.

martes, 6 de enero de 2009

Recuerdos de "DIARIO DE LEON"



Mi recuerdo de una infancia feliz en los años cincuenta, rodeado de trabajadores del periódico regional católico «DIARIO DE LEON», de 80 céntimos el ejemplar, en la calle Daoíz y Velarde, que fueron testigos y relatores de la historia de esta provincia.


En aquella mañana radiante de verano, mis seis años y el gran patio de casa habían agotado las fantasías de un endeble triciclo rodeando el pozo, agachándome bajo el lilar y esquivando con las ruedas traseras la maloliente alcantarilla.
Aparqué al lado de las escaleras del sótano y restregué mis manos por el baby de pequeños cuadros blancos y rojos.
—¡Madre, madre!
— ¿Qué quieres ahora? —respondió mientras se asomaba a la ventana.
—Voy al Diario.
Sin esperar alguna recomendación, salí corriendo a través del amplio portal, antaño refugio de carruajes, y desemboque en la plaza. A mi derecha, San Isidoro, con atrio de verjas y con Don Julio —el Abad— paseando, al que ayudaba a misa y me prometía el Obispado de Astorga. Enfrente, la gran Cruz con una especie de altar, que llamaban «de los Caídos», y a fe habían acertado con el nombre, porque nuestros huesos median con frecuencia las losas que adornaban el suelo. «El Leonés», la calle Descalzos. Un gran corralón de empedrado y tapiales: San Guisán, donde habían estado los franceses; Santa Marína la Real, la barbería, la imprenta Rubí, el zapatero «Rápido», los ultramarinos, el estanco y la pescadería con cortinas de trozos de bambú que servían de arpa a mis dedos. El colegio Ponce.
Ya estaba cerca. Dos azotes a modo de fusta y un ritmo de trote marcado por los pies me plantaron frente a la puerta del DIARIO DE LEON. Volví a manosear el baby en un intento de liberar los restos de adobe y grasa que había acumulado en la travesía.
Entré y, a duras penas, alcancé con mis manos el mostrador, encaramándome hasta que mi barbilla lo rozó y vi a Fani a través del ventanuco.
—iHola!, fue mi saludo.
Aquella voz infantil y familiar no inmutó a nadie.
Entré en la administración y, ante la indiferencia de todos, me acerqué a mi mesa favorita repleta de papeles, lapiceros, un tintero y plumas de palo armadas de plumines relucientes y tentadores en búsqueda de dianas por el suelo de madera, experiencia que ya había ocasionado calentura en mis nalgas. Pero al lado estaba mi último descubrimiento: Un tiovivo del que pendían sellos de caucho y hacía girar con mis pequeños dedos.
— ¿Está mi padre?
— ¡Deja eso! —ordenó Fani con cariño—.
Ya sabían que estaba allí.
—Leoncio, enséñame el mapa.
Siempre me llamaba la atención aquel mapa: Era tan grande como el de la escuela, pero con un dibujo diferente y estaba lleno de banderitas de alfiler clavadas en unos puntos negros que tenían letras al lado.
Leoncio levantó la vista de un libro muy grande lleno de cuadraditos, dejó arrastrar la silla mientras se levantaba, y aupándome en sus brazos me acercó a aquel ejército de alfileres desperdigado entre líneas y nombres. Mi dedo se desplazó entre ellos y- se detuvo.
— ¿Cuál es éste?
—Ponferrada —contestó complaciente—.
- ¿Y éste?
Mi dedo se había detenido y a Leoncio le apareció aquella sonrisa pícara que no era nueva para mí.
—Cebrones, —susurró—.
—¿Cómo?, —grité—.
—Ce...bro...nes—, deletreó en sentido ascendente.
Un ruido fuerte hizo volverse a Leoncio que, aún conmigo en los brazos, vimos cómo la silla de Maruja había perdido el equilibrio, estrellándose contra el suelo, y ella, con dificultad, la mantenía agarrada al archivador y la mesa. Su rostro reflejaba una mezcla de reproche y susto.
—¡Leoncio! —musitó—.
Un guiño de complicidad y amago de azote de Leoncio dieron de nuevo alegría a mis pies que se dirigieron hacia el taller.



Era aquel local como una cueva: Suelo y paredes negras con unos pequeños ventanales a un patio de luces. En medio, la rotoplana, rugiente, como un monstruo cosido al suelo y con movimiento acompasado de locomotora varada en las vías. Su traqueteo obligaba a cajistas, ajustadores y linotipistas a entenderse a voces.
Me acerqué a ella sin miedo, pero con inquietud y sin que las chicas, que pegaban unos pequeños papeles con direcciones en los periódicos, me perdieran de vista. De cuclillas, observé cómo Manolo revolvía en la barriga del bicho entre rodillos y planchas llenas de letras de plomo. Dirigió hacia mí sus manos embadurnadas de tinta y grasa en un gesto similar a las brujas de los cuentos, esperando una reacción de sobresalto; pero, sin inmutarme, me incorporé dirigiéndome hacia Juanito, el de la lino...
—¿Te acuerdas cómo se llama?
—Lino..., linotapia —contesté ufano—.
—Linotipia. ¿Qué quieres?
—Que me hagas el nombre.
—¿Otra vez?
—Me lo perdió mi hermano.
Tecleó y empujó hacia arriba una pequeña palanca deslizándose de inmediato la placa de estaño que quedó depositada en perfecta alineación con las correspondientes a las noticias de los sucesos. Mi precipitación por ver el resultado milagroso hizo que la tirara al suelo con un ¡ay!, a la vez que sacudía y soplaba mi mano.
—Quema. Nunca aprenderás, dijo Juanito.
Angel, que se encontraba colocando en una regleta letras para un titular, se agachó solícito a recogerla, la untó con un poco de tinta y la estampó posteriormente en una amarillenta hoja.
Atravesé el pequeño patio para subir a la redacción. Pero allí, ante mí, junto a la escalera estaba mi castillo: cinco enormes rollos de papel esperando ser deglutidos por la rotoplana.
Al segundo intento logré trepar hasta las almenas, a la vez que dejaba marcadas las huellas de mis zapatos en la blanca superficie. De pie, sobre la torre, miré en todas las direcciones y... ¡otra vez los moros! Me deslicé por el interior que formaban las bobinas sin reparar cómo saldría una vez concluida la batalla. Lancé flechas y algún disparo de escopeta hasta que la mira de mi dedo pulgar se detuvo ante una figura negra: Era don Filemón de la Cuesta, el director, cura de constitución pequeña y gruesa, ataviado de manteo y teja.
—Y ahora ¿cómo sales?, —fue su bonachón saludo—.
—Dígale a Leoncio que me saque.
Liberado de mi trampa, abordé las empinadas escaleras y traspasé la puerta del último rellano. Allí estaba el perchero de árbol del que colgaban una chaqueta, dos dulletas y el sombrero de mi padre.
Empujé lentamente la puerta de la redacción, al tiempo que asomaba la pequeña cabeza con una doble sensación de respeto y miedo reverencial.
—Pasa.
Aquella invitación, acompañada de una sonrisa, venía de don Antonio González de Lama, cura de sotana con algún adorno de ceniza despistada de su cigarrillo amasado con hábiles dedos y que sujetaban permanentemente sus labios gruesos.
Sentado, a su lado, estaba otro cura —ya eran tres—, don César Trapiello, el tío César, que miraba embelesado el carro de su máquina de escribir, negra, de teclas redondas con cerquillo dorado.
—Hola, tío.
Tardó en reaccionar. Aquel saludo le debió parecer salido del fondo de la «Continental». Pasó su mirada por el folio, el carro y las teclas e instintivamente deslizó su mano por el bolso de la sotana, al tiempo que se volvía hacia mí.
—Ah, eres tú.
Entre sus dedos apareció el caramelo esperado. Quité el envoltorio y limpié los restos de picadura de tabaco que el dulce había robado a las cajetillas que le acompañaban en aquella faltriquera sotanil.
Me acerqué a los dos teletipos, que repiqueteaban sin cesar, porque allí, de pie, Marcelo revisaba con atención las líneas que, con ritmo acompasado, aparecían impresas en papel continuo que se amontonaba en el suelo.
—Padre, ¿me das tubos?
—Espera.
Unas tijeras grandes, de sastre, le sirvieron para seleccionar partes de aquella tira sin fin, que depositó junto a su máquina de escribir.
Me cogió de la mano y nos acercamos a una estantería repleta de libros, periódicos atrasados, otros de tirada nacional, fotos de agencia, papeles, rollos inmaculados esperando ser víctimas de los ávidos teletipos y, al fin, los despojos de los mismos: Los tubos, mi objetivo en la aventura. Me servirían para plantarlos, como si de bolos se tratara, en el pasillo de casa, aunque más estrecho y menos largo que la era de Villacil.
Sonó el teléfono.
—Marcelo, te llaman del Ayuntamiento.
—Anda; vete para casa.
Me encogí de hombros y con un tímido «adiós», salí de la redacción.
Ya me había acostumbrado a las ausencias de mi padre por las Permanentes del Ayuntamiento, de la Diputación; los accidentes recogidos en la Casa de Socorro, los pleitos que resolvían los Juzgados, las denuncias presentadas en la comisaría, los partes de Orden Público en el Gobierno Civil, las inauguraciones, los actos de los jefes locales y provinciales del Movimiento, los resultados de la Cultural; en los días de feria: El precio del trigo, la lechuga y los terneros; algún accidente ferroviario ocurrido de madrugada y el teléfono negro colgado de la pared de la salita de casa:
—Señorita, quiero una conferencia de prensa para corresponsal... Agencia Efe ...2754000 ...aquí León...
Mi aventura había concluido.
La de ellos, los trabajadores del DIARIO DE LEON, continuaba hasta que el Correo de la tarde llevara aquellas noticias urgentes, pero sin prisas, a todos los rincones marcados con un alfiler en el mapa de la administración. Hasta que en la Calle Ancha, la de La Rúa o el Jardín de San Francisco se hicieran eco de la noticia atrayente, pregonada a voces por el vendedor del Periódico Regional Católico:
—«El obispo detrás de Gilda».