lunes, 30 de diciembre de 2013

Eran las cosas del tío cura, de tío Cesar.


Era un domingo más en comida de  familia en casa de los padres y la compañía del tío cura, tío Cesar.
Estaba gracioso Tony con diferentes personajes y le reíamos las gracias mientras mi madre preguntaba con gran esfuerzo, por la poca atención a sus requerimientos de los comensales, quién tomaba café; Cesar sí, pedía un café, pero descafeinado.
Sirvió café a todos los que lo habían pedido y a tío Cesar le trajo el tarro del Nescafé descafeinado para que se lo fuera haciendo: Le puso el vaso de cristal con el agua hirviendo para que se sirviera y revolviera. Mientras, Tony Leblanc seguía haciendo de las suyas con Cristobalito Gazmoño y todos le reíamos las gracias. Cesar miraba nuestras risas y sonreía también.
Pero había que tomar el café y tío Cesar comenzó a revolver el agua hirviendo… Revolvía, revolvía e imaginé qué podía ocurrir. Hice señas a mi madre con movimientos de cabeza para que prestara atención a su hermano, a tío Cesar y su "café”. Y seguíamos riendo, unos con las gracias de Toni y otros, mi madre y yo, viéndole a Cesar los movimientos de su mano con la cucharilla revolviendo el agua de su café. Las risas se hicieron más intensas cuando el resto se percató y ocurrió lo que esperábamos: Cesar comenzaba a tomar aquel agua, su café descafeinado, a sorbos hasta que lo acabó. Y él contribuía  también con una sonrisa inocente a las carcajadas y no reparaba que nos hacía más gracia por él que por Tony Leblanc.
El respeto y el conocimiento de otros muchos despistes nos impidió decirle nada a Cesar de lo ocurrido.
Cesar vivía con mis tíos y al día siguiente de aquella comida familiar se lamentaba ante su hermana de la mala noche que había pasado. Mi tía, que ya conocía lo sucedido, le indicó como posible causa del insomnio el café que había tomado el día anterior en casa de Patro, pero él lo negó rotundamente porque “el café que tomé era descafeinado”.

Hubo un periodo de su vida, al fallecer su madre, mi abuela Laura, que Cesar se fue a vivir con su hermana Laurita. Fueron tiempos de capellanía en la Maternidad Provincial donde bautizó a un sinfín de leoneses; también de profesor de dibujo para los alumnos del Seminario Menor de San Froilán y, finalmente, de Beneficiado en la Catedral de León.
Entre sus obligaciones de Beneficiado figuraba la asistencia diaria al canto de la “Hora Tercia de Laudes” y la posterior misa conventual en la Catedral. Una vez que terminaban los oficios religiosos, esporádicamente, se acercaba a la cercana Plaza de Mayor para, en alguna de sus tradicionales tiendas, comprar un trozo de cecina que depositaba en un bolso de la sotana junto al paquete de tabaco, y que los iba cortando en pequeños trozos con una pequeña navaja y saboreaba con deleite mientras caminaba por las callejuelas. También era frecuente encontrarle a media mañana en la Cafetería del Hotel Paris tomando un café acompañado de un cigarro rubio o negro, los alternaba, mientras completaba el crucigrama o la jugada de ajedrez del periódico ABC.
Para Cesar era habitual ir leyendo el periódico por la calle en cualquier recorrido que hiciera, y el formato del ABC se prestaba para ello. Lo cogía con las dos manos y lo colocaba a una altura de los ojos que le permitiera ver si había algún obstáculo en el trayecto y así poder esquivarlo. Solamente hubo una ocasión en la que le fue casi imposible sortear la barrera porque se plantó delante de él su hermano Andrés que, sin decir palabra, acompasaba el intento de Cesar por evitar el encontronazo. Cesar, extremadamente educado, bajo el periódico hasta la altura del pecho y pidió disculpas a aquel bulto, a su hermano, que tenía delante y continuó su camino.

Cesar hacía esfuerzos por estar integrado en la familia saludando a sus múltiples parientes, aunque muchas veces le costaba entablar la relación paterna y materna del sobrino.  Aquel día le encontrábamos mi mujer, enfermera, y yo caminando hacia casa y le invitamos a subir al coche porque nuestro domicilio quedaba enfrente  al de Cesar, la casa de su hermana Laurita donde su cuñado y ella explotaban una negocio de supermercado, antiguo ultramarinos.
Nos habíamos casado unos meses antes y tío Cesar había sido testigo en la boda; y también solíamos  encontrarle con frecuencia por la alrededores de casa, por vecindad.
Regresabamos mi mujer y yo a casa en el coche y le vimos que caminaba en la misma dirección. Me acerqué con el vehículo y le invité a subir.
-          Buenas tardes, tío -, le saludé mientras se acomodaba en el asiento del copiloto que educadamente le había cedido mi mujer.
-           ¿Vais para casa? – preguntó; y sin esperar contestación se dirigió a mi mujer con una pregunta que también era afirmación.
-          ¿Tú eres la cajera de Laurita?
Mi mujer y yo nos miramos y sonreímos porque en un santiamén había convertido a mi mujer, enfermera, en la cajera del supermercado de su hermana Laurita.


Eran las cosas de tío Cesar.

martes, 22 de octubre de 2013

Un momento




Un folio en blanco, una pantalla de ordenador vacía para que te vacíes. Y lo necesitas; y quieres relatar tantas cosas... contar tantas historias, expresar tantos sentimientos...

Y no te importa que alguien lo lea, y que sea feliz o desgraciado al hacerlo; pero quieres escribir, sentirte a ti mismo.

Necesitas el rincón en tu cafetería y el café que acompañe unos renglones; también un cigarro que calme tu ansiedad por contar... O el refugio de tu estudio... Disfrutar de tu soledad buscada... Sí acaso, acompañado de unas notas musicales, de aquella sinfonía que refuerza, que llena tu espíritu...

Te preguntas por la verdad, la de los demás o la tuya, para concluir que la más acertada es la tuya; aunque para el resto de la humanidad sea la equivocada... ¿Por qué?

Y, con muchos años ya en tus hombros, rehúsas competir, aparentar, discutir… Recuerdas la anécdota de aquellos jóvenes estudiantes que le preguntaban al anciano con muchos años contados y una presencia física envidiable cómo había llegado a esa edad y se conservaba también.
- Es que nunca he discutido –respondió-.
- ¿No será por eso? –contestaron los jóvenes-.
- Pues no será –replicó el anciano-.


miércoles, 5 de junio de 2013

Marina era puta.



Marina no era estrella, ni segundona en una película de la posguerra: Era puta.
Con mis ocho años, veía muchas veces frente al colegio a Marina. Hacía puerta, esperaba clientes en el que había sido un bar que “las buenas costumbres” habían clausurado ante el escándalo de estar regido por una puta. Y aún se podían ver a través del cristal biselado de la taberna una legión de botellas alineadas con todos los licores: Soberano, Veterano, anís El Mono… Y Marina atraía parroquianos con una gran iluminación roja en sus labios y uñas, un moño bien peinado y un vestido alegre en color y corte. Marina era puta.
Nuestros mayores nos advertían ante los requerimientos que nos hacía Marina para traerle recado de vinagre, azúcar o una hogaza desde los ultramarinos. Yo nunca pequé ante tales invitaciones; siempre tuve miedo que me contagiara el virus de aquella culpa que, con solo su presencia, hacía volver o bajar la cabeza a los viandantes que debían transitar por delante de aquél antro, de la casa de Marina. Marina era puta.
Algunos feligreses de Marina, con ropajes que les identificaban en una extracción social baja, se atrevían a hacer tertulia y reír las gracias que yo no comprendía. Ella, Marina, subida en el peldaño de la entrada al bar, destacaba sobre las cabezas de los fieles que la rodeaban. Marina era puta.
Esta noche, viendo la televisión, “la caja tonta”, me he acordado de Marina. Habrá muerto, y no sé cómo o en qué circunstancias. ¿Por qué me habré acordado de Marina cuando haciendo zapin ves varios programas del corazón, que así les llaman?
Hoy sigue habiendo putas que, como Marina, no aparecen en el “papel-cuché”. Pero también hay fotos en revistas, programas de televisión o biografías ejemplares de señoritas respetables para una gran parte de la sociedad, que marcan forma de vida, que son iconos de una sociedad que disculpa, disimula y mira para otro lado; como los vecinos de Marina.
Hoy tengo más años, años vividos de enseñanza y experiencia, aunque esta circunstancia no da patente de corso, y he llegado a tomarle cariño a Marina. Nunca supe cuál fue el futuro de Marina, la puta.
Hoy es Marina.

domingo, 28 de abril de 2013

Era, es mi plaza infantil.




Era Don Sotero bajo y regordete; vestía sotana, dulleta y teja, y decía misa en Santa Marina la Real, mi parroquia. 
También era Don Sotero mi vecino. Y le gustaba la marquetería en la que se esmeraba y yo me embelesaba viéndole manejar aquella sierra de calar que daba formas y dibujos diferentes a panchas de madera.
Don Sotero fumaba en pipa de boquilla los cigarrillos que liaba con gran maestría. Entre sus dedos índice y medio de la mano izquierda sujetaba el papel del librillo “Zig Zag” mientras depositaba en la palma de la mano el tabaco que desgranaba de un paquete verde -de “picadura de cuarterón”, le llamaban- que liaba con mucha maestría por la práctica repetitiva de varias veces al día durante muchos años.  Mis enredos infantiles con la pipa, que descansaba ausente de pitillo en el cenicero, le sugirieron a Don Sotero ofrecérmela para que chupara su boquilla, y accedí. Aquel sabor fue todo lo contrario al de un caramelo y me restregué la lengua y el paladar con los dedos y la manga del jersey para intentar aliviar el amargor que me había dejado. 
Y cuando don Sotero salía o llegaba a casa, aquel tropel de rapaces que bullía por la plaza corría a su encuentro disputándose la primacía en besar la mano del reverendo, como si se tratara de conseguir un trofeo.

Porque aquella plaza tenía mucha vida: Los chavales del barrio jugábamos al burro, a las canicas, al tacón y las pelis; y utilizábamos para “el escondite” la trasera del “altar” y las grandes columnas laterales que cercaban el monumento, que llamaban de “La Cruz de los Caídos”. En la plaza no había coches aparcados, con lo que la calle se convertía en un campo de fútbol con terreno de canto rodado en lugar de hierba, y con pelota de trapos apretados con cuerda que simulaba un balón. Solamente debíamos esquivar el coche del funerario, el coche negro que transportaba ataúdes también totalmente negros, cuando se acercaba a aquel semisótano que tenía por almacén.
Y en las tardes, a la hora de la merienda, mirabas con envidia al rapaz que llegaba de casa con un bocadillo de barra que desprendía una grasa rojiza que delataba que en su interior había chorizo, mientras a ti te habían untado en una rebanada de hogaza un poco de tocino que había sobrado del cocido de mediodía.
Aquella plaza te hacía desarrollar la imaginación, buscar el juego infantil que llenara unas horas de esparcimiento después de la escuela; y siempre con la mirada atenta del chiri (el municipal).

jueves, 21 de febrero de 2013

Fueron aquellos años sesenta



Volvía a casa después de una tarde de domingo en paseos por la calle principal de la Capital con la pandilla, pandilla totalmente masculina. Había sido el desahogo para un día festivo alejado de manuales con filosofías de Aristóteles o Descartes; también abandonado de las traducciones a Cicerón, Tito Livio o de memorizar el vocabulario de inglés.

Llegaba ilusionado por habernos cruzado por la misma acera en tres ocasiones con aquel grupo de chicas.
Era la ancha acera de aquella calle principal, siempre la misma acera, que propiciaba la ojeada disimulada al grupo femenino y que, si era coincidente el cruce de mirada con alguna de ellas, nos propiciaba el pavoneo por el acontecimiento ante el resto de los acompañantes y proponías otra vuelta más cantando a Los Brincos o a Adamo.
De aquella chica me había atraído la melena castaño oscura, muy cuidada, con flequillo que casi le ocultaba la mirada y le daba una apariencia misteriosa y tímida, transformando su semblante en seriedad y rigidez corporal al cruzarse con nosotros. Aquella melena me recordaba el amor platónico por inalcanzable de Françoise Hardy. E imaginaba un paseo sosegado con ella hablando de… quizá las asignaturas, sus profesores; los gustos por la música o cantantes de moda, de… Era igual el tema; soñabas, sentías algo especial por su compañía y no reparabas con quien te cruzabas… Pero, ni siquiera sabía su nombre.
La otra acera era igual de ancha; pero solamente la transitábamos para ir alguno de sus tres cines cuando disponías de algunas pesetas que habías economizado detrayéndolas de tomar un vermut en “La Casuca”; y buscabas que fuera en programación de “sesión continua”, dos películas seguidas. También cruzábamos para ver en el escaparate de Navarro Óptico la carátula del último single de The Beatles; o, en el otro comercio, en Olalla, los de Los Sirex, The Beach Boys, otro de Grieg… todos a 45 rpm porque solamente su contemplación te producía placer y evaluabas su costo para proyectar la compra de alguno con motivo de alguna celebración, algún cumpleaños. Los long play, los de 33 rpm eran prohibitivos. Fue, por lo tanto, un lujo que mi hermano hubiera comprado el disco Rubber Soul de The Beatles que me permitía ponerlo en el tocadiscos para escuchar repetidamente la canción “Girl”.

Había sido otro domingo de ilusión con los amigos y, muy a menudo, con sueños por realizar.

lunes, 14 de enero de 2013

Un cuadro para muchas historias.




Un cuadro del tío cura, de Cesar, que cuelga de una de las paredes del vestíbulo de casa de madre. El tío Cesar escribía, pero también dibujaba y pintaba. Y desde mi uso de razón ese cuadro ocupa el mismo espacio en la pared, y mil fantasías en sus torres y arcos han afanado mi mente durante años.
Pero también realidades.

Ico, de mediana estatura, muy callado, trasladaba con su presencia la fidelidad y sumisión a quienes abonaban su sustento por sacristán y campanero de la Catedral, a los miembros del Cabildo catedralicio.
Ico, encogido, con un abrigo que parecía grisáceo, de muchos años, con los bolsos algo raidos que refugiaban sus manos del frio de la madrugada leonesa, esperaba en el pequeño vestíbulo del edificio de Correos, aledaño a la Catedral, a que llegara la hora del repiqueteo de campanas.
Tenía Ico un ritmo muy equilibrado con las campanas: Una sonoridad triste para momentos de difuntos; acentos alegres, en sinfonía de muchos sonidos para días pascuales, de fiesta; y en Viernes Santo hacía sonar el carracón al paso de la Procesión del Entierro.
Posiblemente, Ico jamás pensó que aquel sonido atronador que producía con las distintas tonalidades de las campanas en la torre y se oía a kilómetros, era capaz de encoger o ensanchar el alma de quienes le oíamos. Yo imaginaba a Ico agarrando con sus manos varias cuerdas de badajos a la vez; incluso, según me contaban, atándose otra cuerda a la cintura si los muchos toques lo requerían.
He querido recordar muchas veces las notas, los sonidos que me despertaban en los primeros días de la Pascua Florida, del inicio de la primavera. Creo que la fonografía se hubiera enriquecido con aquellos sonidos que creaba Ico.

En León, en su Catedral, no se hubiera necesitado jamás un famoso jorobado porque estaba Ico.