domingo, 22 de febrero de 2009

¿Viejo?; no, antiguo.




Un rincón auténtico en su arquitectura, de muchos años, discreto para viandantes en tráfago social de ir no sé dónde. Vigas de madera y adobe que las sustentan, y atestiguan tiempos vividos.


Unas notas de composiciones de guitarra, enlatadas en un Ipod, sustituyen los acordes que antaño se escapaban a través de los ventanucos, debajo de la gran viga que sustenta la pared.
Eran tiempos de utopía de vida a través de los acordes de The Beatles, “Romance Anónimo”, “Malagueña”, Adamo, Hardy… Rasguear las cuerdas de aquella guitarra que hoy continúa ocupando un lugar preferente en mi pequeño estudio.

Pocos años antes, detrás de aquella pared de barro, de aquellos ventanucos se desarrollaba la vida familiar de almuerzo a la una de la tarde, deberes de colegio, rosario vespertino en familia con letanía en Latín, y vuelta a la cama con pijama heredado sobre calzón y camiseta con manga en felpa.

“Es una casa vieja”, decía John, americano llegado en intercambio colegial.
“Antigua”, le respondí, “con más años que la nación Norteamericana”.

domingo, 8 de febrero de 2009

Una tarde distinta.



Había expectación en Cil ante la llegada de don Enrique, el médico.
Eufrasio, el hijo del Tío Benito, se había acercado por la mañana a Fresno para dar aviso de que el niño de la Teresa tenía una gran calentura .

Todos los rapaces, que ya habíamos salido de la escuela, corríamos dando gritos por la Calle, como los vencejos sobre las ruinas del castillo del cerro.
Era una tarde diferente ante llegada del médico, a quien tendríamos que saludar con un “Buenas tardes, don Enrique”, como nos había ordenado doña Adelaida, la maestra.

El viejo Santiago, que se encontraba vigilante en la esquina de su casa, sentado en el poyo y recostado sobre dos cachas de las que se valía para su cojera, se incorporó y comenzó a blandir la derecha como anuncio de la llegada del jinete.

Aquella figura del galeno con sombrero, grandes bigotes y botas de montar sobre un caballo ensillado y con estribos, más grande que la yegua de Antolin, nos impresionaba tanto como la pareja de la Guardia Civil sobre sus monturas en los habituales recorridos por el pueblo.

El bullicio se tornó en silencio respetuoso a la vez que dejábamos libre el centro de La Calle, que así la llamábamos, como cuando sacaban en procesión la Virgen de la Mies en la fiesta de agosto.
Un tímido “Buenas tardes, don Enrique” de Joaquín, que ya era casi mozo, nos dio entrada a todos los demás que coreamos la misma salutación; el médico nos devolvió la cortesía con una leve inclinación de cabeza, al tiempo que detenía la cabalgadura.
- Has crecido mucho Pedro, le dijo Don Enrique.
- Si señor, respondió “Perico” agachando la cabeza y enrojeciendo como los tomates de su huerta.

Hicimos comitiva y nos encaminamos a casa de la Teresa.
El primero, don Enrique, al que acompañaba el Eufrasio; luego nosotros y, por último, el Tío Santiago renqueante y esquivando los guijarros de la Calle.
La Teodora, la Angustias y la Faustina, ya formaban el comité de recepción en la puerta de casa del enfermo.
El galeno desmontó, ató el ronzal del cuadrúpedo a la reja de la ventana, cogió el maletín de cuero que colgaba de la silla de montar y entró decidido en la casa seguido de las tres mujeres.
Con un leve murmullo, todos los rapaces nos agolpamos en la ventana enrejada donde se encontraba la estancia del paciente y seguimos con curiosidad todos los movimientos que se producían.