domingo, 28 de abril de 2013

Era, es mi plaza infantil.




Era Don Sotero bajo y regordete; vestía sotana, dulleta y teja, y decía misa en Santa Marina la Real, mi parroquia. 
También era Don Sotero mi vecino. Y le gustaba la marquetería en la que se esmeraba y yo me embelesaba viéndole manejar aquella sierra de calar que daba formas y dibujos diferentes a panchas de madera.
Don Sotero fumaba en pipa de boquilla los cigarrillos que liaba con gran maestría. Entre sus dedos índice y medio de la mano izquierda sujetaba el papel del librillo “Zig Zag” mientras depositaba en la palma de la mano el tabaco que desgranaba de un paquete verde -de “picadura de cuarterón”, le llamaban- que liaba con mucha maestría por la práctica repetitiva de varias veces al día durante muchos años.  Mis enredos infantiles con la pipa, que descansaba ausente de pitillo en el cenicero, le sugirieron a Don Sotero ofrecérmela para que chupara su boquilla, y accedí. Aquel sabor fue todo lo contrario al de un caramelo y me restregué la lengua y el paladar con los dedos y la manga del jersey para intentar aliviar el amargor que me había dejado. 
Y cuando don Sotero salía o llegaba a casa, aquel tropel de rapaces que bullía por la plaza corría a su encuentro disputándose la primacía en besar la mano del reverendo, como si se tratara de conseguir un trofeo.

Porque aquella plaza tenía mucha vida: Los chavales del barrio jugábamos al burro, a las canicas, al tacón y las pelis; y utilizábamos para “el escondite” la trasera del “altar” y las grandes columnas laterales que cercaban el monumento, que llamaban de “La Cruz de los Caídos”. En la plaza no había coches aparcados, con lo que la calle se convertía en un campo de fútbol con terreno de canto rodado en lugar de hierba, y con pelota de trapos apretados con cuerda que simulaba un balón. Solamente debíamos esquivar el coche del funerario, el coche negro que transportaba ataúdes también totalmente negros, cuando se acercaba a aquel semisótano que tenía por almacén.
Y en las tardes, a la hora de la merienda, mirabas con envidia al rapaz que llegaba de casa con un bocadillo de barra que desprendía una grasa rojiza que delataba que en su interior había chorizo, mientras a ti te habían untado en una rebanada de hogaza un poco de tocino que había sobrado del cocido de mediodía.
Aquella plaza te hacía desarrollar la imaginación, buscar el juego infantil que llenara unas horas de esparcimiento después de la escuela; y siempre con la mirada atenta del chiri (el municipal).