También era Don Sotero mi vecino. Y le gustaba la marquetería
en la que se esmeraba y yo me embelesaba viéndole manejar aquella sierra de calar
que daba formas y dibujos diferentes a panchas de madera.
Don Sotero fumaba en pipa de boquilla los cigarrillos que
liaba con gran maestría. Entre sus dedos índice y medio de la mano izquierda
sujetaba el papel del librillo “Zig Zag” mientras depositaba en la palma de la
mano el tabaco que desgranaba de un paquete verde -de “picadura de cuarterón”,
le llamaban- que liaba con mucha maestría por la práctica repetitiva de varias
veces al día durante muchos años. Mis
enredos infantiles con la pipa, que descansaba ausente de pitillo en el
cenicero, le sugirieron a Don Sotero ofrecérmela para que chupara su boquilla, y
accedí. Aquel sabor fue todo lo contrario al de un caramelo y me restregué la
lengua y el paladar con los dedos y la manga del jersey para intentar aliviar
el amargor que me había dejado.
Y cuando don Sotero salía o llegaba a casa, aquel tropel de
rapaces que bullía por la plaza corría a su encuentro disputándose la primacía
en besar la mano del reverendo, como si se tratara de conseguir un trofeo.
Porque aquella plaza tenía mucha vida: Los chavales del
barrio jugábamos al burro, a las canicas, al tacón y las pelis; y utilizábamos para
“el escondite” la trasera del “altar” y las grandes columnas laterales que
cercaban el monumento, que llamaban de “La Cruz de los Caídos”. En la plaza no
había coches aparcados, con lo que la calle se convertía en un campo de fútbol
con terreno de canto rodado en lugar de hierba, y con pelota de trapos
apretados con cuerda que simulaba un balón. Solamente debíamos esquivar el
coche del funerario, el coche negro que transportaba ataúdes también totalmente
negros, cuando se acercaba a aquel semisótano que tenía por almacén.
Y en las tardes, a la hora de la merienda, mirabas con
envidia al rapaz que llegaba de casa con un bocadillo de barra que desprendía
una grasa rojiza que delataba que en su interior había chorizo, mientras a ti
te habían untado en una rebanada de hogaza un poco de tocino que había sobrado
del cocido de mediodía.
Aquella plaza te hacía desarrollar la imaginación, buscar el
juego infantil que llenara unas horas de esparcimiento después de la escuela; y
siempre con la mirada atenta del chiri (el municipal).