- Sí,
por favor; me pone un café cortao – dijo
a la joven camarera.
Acababa
de sentarse y colocaba la parka en la silla de al lado. No
había hecho intención de entrar en la cafetería y era nuevamente el impulso inconsciente
de entrar en aquel espacio, de vivir aquel ambiente. Su luz tenue provocaba
placidez, sosiego; una luz que iluminaba la cubierta de cristal del mostrador, que
cubría diferentes y antiguos objetos que le hacían revivir tiempos pasados,
tiempos de juventud: Una caja de cerillas, un paquete de tabaco Cuarterón, como
aquellos que traía Ovidio cuando hacía la mili en Ceuta; una carátula algo rota
y sucia de disco “Yellow submarine” de The Beatles, un trompo, una cajita metálica…También
sonaba la música que, una vez avanzada la tarde, pinchaban con compositores clásicos
del renacimiento que le trasladaban a otro mundo…
Con
la liturgia habitual, agitó la bolsita del azúcar y la rompió por la esquina para
verter con parsimonia los granos blancos sobre el café. Y revolvía el café
mientras miraba una vez más aquella pintura, aquél cielo gris sobre el mar con
olas embravecidas que le habían llevado en algunas ocasiones a adentrarse en el
cuadro para ir más allá… El reloj de pié que dejaba oír sus tic-tac en los
pianísimos de la obra musical; o las campanadas pausadas del carillón, que se integraban
como de un instrumento más de la orquesta en el concierto que sonaba en ese
momento.
Le
gustaba la mesa al lado del ventanal y, como la visita era habitual en la misma
hora, parecía que existía un pacto no escrito para que la encontrara siempre
vacía, como esperándole. Al lado, aquella mujer mayor, siempre con el mismo
abrigo gris de muchos años y un bolso de charol con aristas muy marcadas,
desgastadas; y un pañuelo con dibujos oscuros que le cubría la cabeza. Siempre sola
y siempre una manzanilla. No tenía prisa para acabar de sorber la infusión y
tampoco miraba a otro lugar que no fuera la taza. Al marchar siempre se
despedía con un adiós y una sonrisa.
No,
no estaba dormido. Su cuerpo corpulento de muchos años, recto sobre el respaldo
de la silla, no indicaba que su rostro adusto y el permanecer con los ojos
cerrados fuera síntoma de estar dormido; más bien estaba hipnotizado, en
trance. La hora de llegada y un café con leche eran habituales. Y también la
misma mesa, en el mismo rincón de la cafetería, como buscando refugio,
resguardo para su soledad. Había momentos en que ponía su codo izquierdo sobre
la mesa y sujetaba la cara con la mano mientras los dedos de la mano derecha,
que extendía sobre el mármol de la mesa, acompañaban el ritmo de la música con
pequeños golpes.
Una
pareja de mediana edad se acababa de sentar en la mesa cercana a puerta, sin
reparar si había algún otro sitio vacío, como buscando que un tiempo anodino
quemara minutos de vida y que tuvieran cercana la salida para huir. A
requerimiento de la camarera ella pedía un refresco, cualquiera, y él un café
con leche fría. Ella se entretenía en mirar las personas que veía pasar por la
calle a través de las puertas de cristal, y él mirada una y otra vez las lámparas
que pendían del techo, la barra, las otras mesas… Tampoco parecía interesarles
la música que en ese momento sonaba, y la única conversación entre ellos fue “vamos”.
E
imaginaba las historias de vida de aquella anciana en sus espacios de subsistencia
diaria, con la que la única conversación que mantenía era la devolución de una
sonrisa cuando se despedía. O la soledad buscada del hombre que se refugiaba en
la esquina… La muerta vida de aquella pareja… Eran historias concebidas por él;
pero la realidad…
Recordó
la obra teatral que había visto en su juventud, “Seis personajes en busca de
autor” de Luigi Pirandello, y se sintió un poco autor para aquellos personajes
reales con vidas que ocupaban su imaginación.
Y
aprovechó los últimos compases del “Largo (de Xerxes)” de Haendel para
despedirse de la camarera con un “hasta mañana”.
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