-
Buenas
tardes, Don Aurelio. ¿Uno con leche, como siempre? - preguntó la camarera.
Movió
la cabeza afirmativamente mientras se sentaba en la silla arrastrándola hacía
la mesa y repasando con la mirada el ambiente que le rodeaba deteniéndose brevemente
en los altavoces.
Se
ajustó las mangas de la chaqueta y colocó sus brazos sobre la mesa adoptando
una postura de espera a la camarera para cuando llegara con el café con leche
habitual. Volvió a repasar con la mirada la cercanía de aquella mujer mayor y
del hombre maduro que se sentaba siempre al lado del ventanal.
-
Su
café con leche, Don Aurelio -. Él se limitó a mirarla con una sonrisa de
asentimiento para preguntarle a continuación
-
¿Qué
compositor nos va a acompañar hoy?
-
Haendel,
durante toda la tarde - contestó ella.
A
Don Aurelio le ponía siempre un azucarero con azúcar moreno en lugar de
sobrecitos. No era maniático, era parte de su ritual: llenar la cucharilla con
los granos y darle unos pequeños toques sobre el recipiente de loza con el fin
de no desparramar ni un grano en el trayecto hasta la taza del café; la medida
invariablemente eran dos cucharillas.
Hubiera
preferido a Brahms, su estado de ánimo lo hubiera agradecido; aunque el
Concerto Grosso de Haendel que sonaba en aquel momento también le agradaba. Con
parsimonia, como si se tratara de un ceremonial, acercaba la taza hasta los
labios que apenas los humedecía y luego los saboreaba con la punta de la lengua
haciendo una inclinación de cabeza con el que daba conformidad a su sabor.
Y
pasada media hora haría un gesto con el brazo levantado a la camarera que, sin
mediar pregunta, se dirigía a la cafetera para prepararle otro café con leche. Don
Aurelio notaba la falta de fumarse un cigarrillo entre uno y otro café; “absurdas
normas de salvadores de cuerpos y almas”, repetía con frecuencia.
El
segundo café lo esperaba con la espalda totalmente recta apoyada sobre el
respaldo de la silla; en ocasiones lo esperaba con los brazos cruzados y la
cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y los ojos cerrados. En aquel trance
la camarera se limitaba a retirarle la taza usada y dejarle el nuevo café
humeante sin que mediara palabra. Y ante el ruido de la silla al levantarse la
señora mayor, abría los ojos y sin cambiar la expresión le hacía una leve
inclinación de cabeza respondiendo a la despedida callada pero expresada con
una sonrisa de aquella mujer.
Ya
entrada la noche, se colocaría la bufanda anudada al cuello y abotonaría el
abrigo levantando la solapa para salir de la cafetería y volver a recorrer las
calles antiguas que le llevarían una vez más hasta su vieja y fría casa que,
sin embargo, tenía calor de hogar.
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